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sábado, 27 de enero de 2018

La Iglesia que se acaba …

Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara
Antonio Aradillas, a sus ochenta y muchos años, ha presentado su libro nº 90, ¡sí!, están leyendo bien, con el sugerente y no poco provocador título de “La Iglesia que se acaba”, lo que no quiere decir, como él mismo explica, que la Iglesia se acabe, sino que “esta Iglesia, con la estructura, la organización, y la mentalidad actual”, está llamada a terminar, y lo deseable es que sea más pronto que tarde. Antonio es un viejo y aguerrido periodista, que ha desarrollado siempre un periodismo que podemos denominar perfectamente “periodismo de denuncia profética”, que lo llevó a ser perseguido y condenado varias veces por la Jerarquía eclesiástica.
Denunció temas tan delicados y explosivos como los procedimientos censurables de los tribunales eclesiásticos, sobre todo en temas de declaración de nulidades matrimoniales, la pederastia, el secretismo a las secularizaciones presbiterales, y otras muchas actuaciones curiales, de los dos niveles, la vaticana y las diocesanas. Eso le valió, a poco de comenzar la transición democrática en España, ña “suspensión a divinis”, que consiste en prohibir a un cura todo ejercicio pastoral y sacramental. Nunca se dejó arredrar, y la mejor prueba es la presentación, ayer, de este su nonagésimo libro presentado en Madrid. Critica en la Iglesia muchas cosas concretas y particulares
Pero si intentáramos resumir en puntos más generales su denuncia, yo señalaría dos temas, que abarcan mucho campo, y que son causas profundas de los desvíos múltiples que en que cae después la comunidad eclesial. Estos temas son: la falta de democracia, en la Iglesia, y la torpeza, o la falta de atención, de interés o de reconocer la importancia , de “la adaptación a los tiempos”, el famoso eslogan del Vaticano II, clamando sobre la importancia de leer y respetar “los signos de los tiempos”. Se refiere a ambos fallos con frases y palabras claras y significativas, como “En la Iglesia no se puede decir más que amén, tanto el cura como los feligreses”, en lo referente a la Democracia. Y en cuanto a la acomodación y adaptación a los cambios y signos de los tiempos, estas bellas y profundas palabras, Los tiempos, para Aradillas, son “palabras de Dios”. Y no interpretarlos adecuadamente, ni adaptarse con inteligencia a ellos dificultará la misión evangelizadora a la que se debe de lleno la Iglesia.
1º) Se oye con frecuencia que la Iglesia no es una Democracia, pero no se escucha que tampoco debe de ser una tiranía, y un despotismo ideológico, moral, filosófico y teológico. La Iglesia tiene, y debe de respetar, una guía segura e indeleble: el Evangelio, las palabras y los hechos de Jesús, y el proceder de la Iglesia primitiva, que es, siempre nos lo han repetido en los seminarios y facultades de Teología, un “paradigma perpetuo”, un ejemplo perdurable para todos los tiempos y épocas de la Iglesia. Y eso no querrá decir que no haya que estar atentos al devenir de la Historia, y al respeto debido a sus transformaciones profundas e inacabables. Y pone un ejemplo bien pintoresco, que nos hace reír, pero que acaba provocando un tremendo fracaso en la credibilidad de la Iglesia, sobre todo jerárquica. La Iglesia que se acaba es la de la inexistencia de un régimen democrático tanto en la Iglesia-institución como en la Iglesia-Estado; “la de las tiaras, báculos, solideos, capas magnas con brocados y cucullos, con báculo y muceta, coronados con la mitra, el símbolo de los generalísimos persas y de los sumos sacerdotes”; la de la “infalibilidad pontificia” (ya relativizada por el Papa Francisco); “la de vivir ajenos al pueblo en palacios obispales; la de situar aun en mantillas la teología del laicado, impidiendo además -lo que el autor califica de aberrante- el acceso pleno de la mujer a la Iglesia; la de olvidar que la doctrina de la Iglesia debe interpretarse a la luz del evangelio, no del código de derecho canónico”
Aunque la Iglesia no sea, formalmente, una democracia, con votaciones periódicas, etc., esto no quiere decir que no se puedan aprovechar, con magnífico resultado, instrumentos que el estilo democrático nos proporciona. Esto ya se hizo en muchos momentos de la Historia de nuestra Iglesia, como vemos en la Iglesia primitiva, en a libertad con a que se expresaban en el “Concilio de Jerusalén”, en la claridad y transparencia con la que actuaban, como apreciamos en los “Hechos de los Apóstoles”, y en la sinceridad y amor a la verdad, abandonando secretismos y penumbras sombrías, a la hora de contar. El autor de los Hechos nos oculta que hubo “violentas discusiones”, y los Evangelios no esconden el terrible reproche se Jesús a Pedro, -¡apártate de mí, Satanás!, porque no opinas según el Espíritu, sino según la carne”-, ante el escándalo y el rechazo de Simón al anuncio de la Pasión del Señor. Como no ocultan ni la traición de Pedro, ni la persecución de Pablo, en actitudes profunda y eminentemente democráticas, porque la Democracia no es solo votar, (como muy bien le recordó ayer una politóloga danesa a Puigdemont), sino en la igualdad de trato a todos os miembros de la Comunidad, sin ser considerados algunos de ellos, en nuestro caso los laicos y el clero bajo, incapaces de saber, y comentar, ciertos secretos ¡¡¡importantísimos!!!, para los que solo están preparados los altos jerarcas. Y así surgen las redes auto protegidas de pederastia, de abusos de poder, y de desmanes antievangélicos.
Además es curioso observar que la rotunda, e irreversible, negación de loa comportamientos democráticos en la Iglesia ha quedado en exclusiva en lo referente a la composición, actuación, debates, coloquios, y discusiones de la alta Jerarquía, vaticana y diocesana. Algo que “al principio no era así”. Y que, por cierto, tampoco han abandonado por entero, sin más bien muy poco, las órdenes u congregaciones religiosas. Es maravilloso comprobar como las carmelitas eligen los principales cargos del convento, en voto secreto de todas las religiosas, también las antiguas legas, figura que le Concilio hizo desaparecer, o como los dominicos tienen el mismo procedimiento con una reiteración prevista por su Regla, como en general sucede en todas las familias religiosas. Sería muy útil, bello y productivo que la Jerarquía propiamente clerical, que no existió, como tal, y como ahora la conocemos, en los tres primeros siglos, imitase, humildemente, los procedimientos democráticos de los monjes, frailes, y religiosos.

(Sólo he podido, por no extenderme mucho, tratar el tema 1º, sobre la carencia democrática. Mañana, o un día de éstos, trataré el 2º tema, sobre el respeto a los signos de los tiempos).

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