- Por: Germán Espinosa
Yo no sé si D. Andrés Sopeña Alcorlo –tras su fallecimiento a los 92 años de edad- hará muchos o pocos milagros que le habiliten y legitimen para ser elevado al honor de los altares.
Porque el auténtico milagro –por lo inusual, escaso y raro- ha sido, es y será el de su vida ejemplar: Fue un hombre intelectualmente honesto y amante de la verdad, moralmente íntegro, austero, frugal y sobrio como un monje cartujano, trabajador incansable “cuatro-estaciones”, sencillo, acogedor y sonriente en el trato, siempre disponible y orientado a los otros, asesor, orientador y consejero centrado en la persona, sus necesidades y aspiraciones legítimas, religioso ejemplar.
Desde que su padre –y siendo él aun un niño- salvó la vida a D. Alejandro Vicente cuando éste se dirigía al piso de Bravo Murillo donde se escondieron los salesianos de Estrecho durante la persecución religiosa del Madrid republicano, la vida de Andrés quedó ligada para siempre a un destino y compromiso mutuos en provecho –siempre- de la juventud más necesitada.
D. Andrés también fue un prestigioso profesional en el campo de la Educación. Impartió clases de Hª. de la Educación en el filosofado de Guadalajara; se doctoró en Psicología de la Educación en la Universidad católica de Lovaina; fue nombrado Catedrático de Pedagogía en la Universidad Pontificia de Salamanca y ocupó –durante muchos años- el puesto de Director del I.C.E de su Universidad organizando –con cargo a fondos públicos- cientos de Cursos de Perfeccionamiento de profesores/as de Colegios religiosos/as de toda España.
Tras su jubilación –y empezar a percibir de la Seguridad Social una modestísima y casi simbólica pensión, y sin queja alguna- continuó impartiendo clases en el recientemente creado C.E.S “Don Bosco” de la Dehesa de la Villa. Y cuando –tras su jubilación definitiva- iba a verle al Colegio de Estrecho, siempre le encontraban o asistiendo a los chicos/as en la Biblioteca del Colegio o rezando en la pequeña capilla de la Comunidad. Más tarde –y ya aquí- D. Andrés no me reconocía, cuando vine a verle, ni por mi rostro ni por mi nombre. Desde entonces, siempre le tuve en mi mente y en mis mejores recuerdos del pasado.
En resumen: D. Andrés no fue una higuera decorativa y estéril llamada a convertirse en leña seca destinada a servir de combustión en cualquier hoguera sino que fue un espléndido, abundante y glorioso frutal –siempre disponible para otros- que hundió sus profundas y alargadas raíces en el humanismo integral de su formación intelectual y recibió el permanente abono y fertilizante de su fe cristiana. ¡Gracias, D. Andrés, por su ejemplo de vida personal y profesional a lo largo de tantos y tantos años de amistad y trabajo compartidos! ¡Adiós, para siempre, adiós!
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