Jaime Richart, Antropólogo y jurista
El poder, los poderes, como potencia social permanente, ni escucha ni habla. El poder no discute: actúa. Y actúa siempre en silencio, imponiendo su fuerza, unas veces material y otras moral, porque sabe que nosotros nunca vamos a pasar de las palabras, de los reproches y de los aspavientos. Somos nosotros los que hablamos solos como el que se desgañita en el desierto. Somos nosotros los que nos pasamos la vida reprochándole y acusándole de lo que hace y de lo que no hace. Pero el poder nunca contesta, nunca dice nada. Al menos nada que tenga que ver con nuestras quejas, con nuestros lamentos, con nuestra indignación, con nuestras frustraciones y con nuestros desengaños en tanto que ciudadanos de una república inexistente. Es más, el poder se ríe de nosotros…
Si acaso el poder en otros países a veces balbucea y algo responde, pero si el poder es español, la incomunicación con la ciudadanía es absoluta… Si no estuvieses conforme, dime qué dice la Banca, qué dicen los de las puertas giratorias, qué dicen los del Ibex35, qué dicen los magistrados, qué dicen la curia, los obispos y arzobispos, qué dicen los generales del ejército, salvo ofrecerse a llevar la fuerza a donde a los otros convenga: nada. Y si dicen algo es para provocar, para recordarnos sus ultrajantes beneficios a nuestra costa, para exhortarnos a los viejos a que nos muramos, para hablar de sus leyes enrevesadas para mejor esconder tanta y tan ofensiva desigualdad, para echarnos en cara sus irrisorios méritos para haber obtenido el privilegio, para amenazar, para amedrentar, para encarcelar, directamente por leyes positivas o indirectamente por mandato gubernativo…
El poder lo protagonizan todos los que forman parte de él y al mismo tiempo ninguno. Para ejercer su dominio apabullante, aparte de esa estrategia del silencio, el poder se vale de otros tres recursos que en esa medida nadie posee: simulación, mimetismo y metamorfosis. Gracias a esas tres cualidades se reproduce indefinidamente desde la noche de los tiempos, sin que el proceso de reproducción permanente se haga patente para el mundo. De ahí las inútiles intentonas de reformarlo a fondo, sólo el paso del tiempo lo consigue, y la imposibilidad metafísica de destruirlo: es indestructible. Y así es cómo sucede algo que nos mueve a la desesperación a los idealistas: los intentos por acabar con el poder y por cambiar el mundo acaban empeorando el mundo.
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