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miércoles, 25 de octubre de 2017

¿DÓNDE ESTABA LA IGLESIA DURANTE LA REVOLUCIÓN BOLCHEVIQUE?

col velasquez

El 7 de noviembre, según el calendario gregoriano, se cumplen 100 años de la Revolución Bolchevique. También es conocida como la Revolución de Octubre, debido a que, según el calendario juliano, los hechos ocurrieron el 25 de octubre de 1917.
Dicho acontecimiento marcó definitivamente la caída de la Rusia zarista. Previamente, en febrero de 1917, había sido derrocado el zar de Rusia, instalándose un gobierno provisional. Posteriormente, en octubre de ese mismo año, el gobierno provisional también fue derrocado para instalar el gobierno comunista dirigido por Vladimir Lenin. Comienza así una cruenta y larga guerra civil que culminó con la instalación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1922.
Fue un acontecimiento mundial de gran impacto, que cambió radicalmente el curso de la historia.
Alrededor de 80 años después, el gran teólogo y sacerdote belga, José Comblín, volvía a recordar la Revolución Bolchevique para despertar la conciencia de la Iglesia Pueblo de Dios, en torno a una pregunta incisiva y fundamental. Con tal cuestionamiento quería desentrañar dónde estaba el corazón de la Iglesia institucional, frente a un gran acontecimiento de la historia. En este caso, la institucionalidad eclesial quedaba remitida a la Iglesia Ortodoxa rusa, que para el discernimiento era un perfecto símil de su par católica.
Normalmente, las instituciones y las personas, en su lenguaje discursivo, buscan convencer a los demás respecto de la nobleza, bondad y rectitud de sus intenciones. Sin embargo, los hechos muchas veces contradicen tales declaraciones y se convierten en la prueba irrefutable de las motivaciones reales que se ocultan detrás de sus actos.
Jesucristo, buen conocedor del corazón humano, enseñaba -a sus seguidores- criterios de discernimiento sencillos, para ayudarlos a desentrañar estas ambigüedades que asaltan a la conciencia humana. En ese contexto les dijo aquella frase inconfundible: "donde esté tu riqueza, allí estará también tu corazón" (Mt 6, 21).
Con ese mismo prisma, José Comblín, teniendo presente los acontecimientos de la Revolución Bolchevique, ayuda a desentrañar dónde estaba el corazón de la Iglesia en tales circunstancias históricas:
Tal vez no sea mera casualidad que el ateísmo más virulento, el ateísmo que predica una verdadera mística de la negación de Dios, el ateísmo destructivo, esto es, el ateísmo del comunismo ruso, haya nacido justamente en el país en que la visión contemplativa del mundo y el cristianismo oriental de la transfiguración estaban más desarrollados. Tal contemplación de la transfiguración aparece finalmente como un inmenso escándalo: ¿cómo pueden dejar de ver lo que acontece en la realidad? A la negación del mal del mundo, el ateísmo responde por una negación de su transfiguración.
Hay episodios cargados de significado. El día en que en San Petersburgo, Lenin invadía el Palacio Imperial y destruía el Imperio ruso, los obispos estaban reunidos a poca distancia para discutir algunas reglas litúrgicas. Es todo un símbolo. ("O Espiritu Santo no mundo", Páginas 100-101, Paulus 2009. Traducido por Juan Subercaseaux).
O sea, que mientras el mundo parecía caerse a pedazos, los obispos estaban mirándose el ombligo, preocupados de la "rúbrica", o sea de las reglas de la liturgia.
Los hechos descritos por Comblín tienen una sorprendente actualidad. Hoy, 100 años después de la Revolución Bolchevique, entre muchos signos de esperanza y fuertes signos de muerte, a ratos, el mundo también parece caerse a pedazos.
La realidad global muestra el registro de guerras cruentas en distintas partes del mundo; la amenaza de nuevos mega conflictos que involucran a grandes potencias; gigantescos desplazamientos humanos que escapan del hambre, de la sequía y de la muerte; la mantención de graves conflictos tribales en amplios sectores de Africa; el resurgimiento de movimientos fascistas en diferentes latitudes; la expoliación económica y cultural que sufren numerosos pueblos originarios; el terrorismo y la violencia de Estado; la preocupante densidad de catástrofes naturales; el descontrolado avance del cambio climático; la multiplicación de la pobreza; el desbordamiento del narcotráfico; la corrupción y una larga lista de lacras sociales describen parte del panorama mundial actual.
Siendo ésta una realidad global objetiva, resulta desconcertante una Iglesia que, mirándose el ombligo, se divida entre si dar o no la comunión a separados y divorciados vueltos a casar; que se empecine en marginar de la mesa eucarística a los más hambreados y sedientos de Dios; que consuma su energía eclesial en reorganizar sus estructurales curiales y feudales; que se atrinchere en moralismos añejos para hostigar precisamente a quien, como Papa, busca precisamente reconectar a la Iglesia con los verdaderos problemas del mundo.
Resulta vergonzoso que habiendo tanto por hacer, aparezca ante los ojos del mundo, esa Iglesia enajenada de una realidad que la interpela a desplegar toda su capacidad de servicio, para multiplicar esperanza y testimoniar que el verdadero tesoro de la Iglesia no es el poder, sino su capacidad de servir a los más pobres de un mundo que los abandonó, porque en medio de los pobres y sufrientes es donde debe estar el corazón de la Iglesia.

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