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domingo, 20 de agosto de 2017

Merece la pena darse a -des- tiempo y complicarse la vida por ellos


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- Por: Ana Martín García


Viajaba a Villamuriel de Cerrato en compañía del miedo a lo desconocido. Una sensación que se disminuyó un poco cuando vi a los chicos en la estación de Palencia que, junto con una de las educadoras, venían a recogerme. Suspiré y sonreí. Estaba donde tenía que estar: por y para ellos.
Valoración: 10/10
 
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He estado dos semanas como voluntaria en la Residencia de Acogida Casa Don Bosco de Villamuriel de Cerrato, en Palencia. Una casa donde viven menores de edad −desde los ocho a diecisiete años− en situación de riesgo, abandono o desamparo. El equipo educativo y psicológico trabaja para que, más allá de considerar la infraestructura como un centro de protección de menores, sea una verdadera casa. Un hogar. Porque el trabajo que se lleva a cabo tiene la finalidad de ser una alternativa al medio familiar, mientras se busca el potencial y el desarrollo integral de los muchachos que allí conviven.

He dedicado mucho tiempo en mi vida a estar con niños y adolescentes en el ámbito lúdico y educativo en diferentes contextos y entornos, pero era la primera vez que me acercaba a una casa de acogida. Estoy acostumbrada a estar y a relacionarme con los chavales de la única manera que sé: siendo yo misma. Para bien y para mal. Sabiendo que, a veces llegaré y otras no. Pero la primera impresión producto de la inseguridad fue que, quizá, no debería de estar allí. Justo por eso, porque nunca antes había estado en un entorno similar. Esa falta de seguridad me hacía pensar que no estaba preparada para enfrentarme a las situaciones que tienen detrás los chicos −esos ambientes hostiles en los que han crecido y no han elegido−.

Pero… ¿Quería más Vida en mi vida? ¿Salir del confort que supone mi casa de referencia salesiana? ¿Ir más allá? ¿Otros corazones, sueños, historias y vidas? Era el momento. Y las inseguridades y ese miedo a lo desconocido desaparecieron poco a poco. Porque no camino sola. Él está en mis motivaciones y hace de mí, lo que soy –fuerte en la debilidad−. Pero igualmente, ¿en Villamuriel? Incluso los muchachos eran los primeros que no entendían qué hacía allí “de manera voluntaria”. Varias veces me he visto a mí misma explicar −o en algunos casos, re-explicar a los mismos− por qué estaba allí. El “vengo a conoceros” decidí que era la mejor respuesta para empezar. Tenían que entender que iba por y para ellos, que simplemente me sentía llamada y era una respuesta a esa necesidad que nace dentro de mí de ayudar, de dar y entregar lo único que tengo: mi tiempo −mi vida−.

La comunidad salesiana y el equipo de educadores me acogieron desde el primer momento como una más. Los días sucedían entre el estudio por las mañanas y las actividades de la tarde, que podían ser desde ir a la piscina, talleres, dar un paseo o ver una película hasta ir a ver el anochecer a uno de los pueblos cercanos. La idea era saber estar juntos, convivir. Pero también aprender a mirar y ser, conversar, jugar, compartir, crecer y… descubrir cómo se pueden crear momentos mágicos de lo más sencillo: ver juntos una puesta de sol, nadar en un lago o perdernos en un campo de girasoles.

Todos los muchachos están en la casa por algo. Las situaciones y las circunstancias que los llevan a vivir bajo el mismo techo son cada una más sorprendente y dolorosa que la anterior. Pero son únicos. Todos son necesarios −para el mundo−. El equipo de educadores –los voluntarios aquí intentamos echar una mano− trabaja diariamente para que descubran que sí pueden, que son capaces de gestionar poco a poco sus situaciones, de superar sus circunstancias y salir de ese entorno que no han elegido.

Su historia y vida son bastante difíciles. Su pasado y presente, complicado. Cuando te abren su corazón, su trasfondo te toca. Todos tienen en común que sus familias han sido superadas por su situación y circunstancias, lo que crea en ellos desilusión, frustración e impotencia que se transforma y sale al exterior en dolorosas palabras −gritos− o acciones. Cuando no hay conflictos, los crean. Pero porque están a la defensiva y viven en un estado de alerta constante. En el fondo, lo único que intentan es no volver a salir heridos. Por eso utilizan el lenguaje y la actitud que ya conocen para intentar protegerse, incluso cuando no hay ataques. Necesitan saber que existen los límites y que el odio, la ofensa y la violencia nunca son justificables. Yo acababa los días agotada psicológicamente. Pero esos niños y adolescentes tan difíciles son los nuestros. Son los de Don Bosco −que ya sabía que no hay jóvenes malos, hay jóvenes que no saben que pueden ser buenos y alguien tiene que decírselo−. Y ellos solo necesitan que estés. Porque la realidad que se oculta bajo esas capas de dolor y supuesta fortaleza es una necesidad inmensa de Amor: de sentirse amados y amar. Aunque a veces duela, siempre merece la pena. Así como merece la pena darse a (des)tiempo y complicarse la vida por ellos.

En mi caso, regreso a Madrid sintiéndome muy afortunada por cada palabra y gesto sincero, con el regalo de haberlos conocido. Mentiría si dijese que no me han cambiado. Después de esta experiencia regreso a casa llena de amor y sabiendo que sirve entregar la vida, que es importante la coherencia y el compromiso. Regreso haciendo mías las palabras de J.M.R. Olaizola cuando dice que hay que «exponer el corazón, aunque se te rompa un poco a veces». Y me voy con más Vida en mi vida por ellos y los que se cruzaron estos días en el camino. Gracias al increíble equipo de educadores: Laura, Eva, Alicia, Lucía, Álvaro, Javi, María, Gustavo, entre otros. A todos los educadores con los que coincidí y conocí, pero también a los que no y trabajan en la importante tarea educativa de acompañar a cada uno de los chicos en desarrollar su potencial. También a Felipe, por sus palabras. A la comunidad salesiana de Villamuriel por todos los momentos compartidos: las anécdotas, paseos y conversaciones. Gracias Basilio, Kike y Nicolás por su tiempo y disposición. Gracias a Chema, por preocuparse y estar. Y mil gracias a Rafa, por también complicarse la vida, compartir locura y creer en el sueño de Don Bosco. En definitiva, gracias a todos los que hacen que la familia salesiana, sea una verdadera familia.

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