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lunes, 13 de febrero de 2017

Un boceto del dinero

Jaime Richart, Antropólogo y jurista

No creo ser el primer humano sobre la tierra que escriba sobre el dinero. Pero sí pudiera ser el primero que reflexiona sobre el di­nero como la misma bagatela que pienso son la noción de dios y tantas otras ideas abstractas que, si pudieron aportarle di­cha al ser humano, también es causa de su desdicha y de grandes tribula­ciones. Sin embargo, sobre esas ideas y el dinero, se ha construido la civilización… Todo empezó cuando el homínido dejó el gruñido, pasó al lenguaje articulado, abandonó la vida li­bre salvaje y comenzó propiamente la aventura humana con la pa­labra elaborada y artificios como el dinero: la peripecia más excitante o quizá más absurda que quepa imaginar.

Pronto, alrededor del siglo VII a.C. acuña el dinero como ins­trumento de cambio y medida de valor, desplazando al trueque. A partir de entonces, el impulso de acapararlo en provecho pro­pio es difícilmente resistible y domina la escena de la historia. El deseo de poseerlo y la guerra para conseguirlo son las claves de la evolución y de la involución social, en un movimiento pendu­lar a su vez determinante del destino de pueblos y naciones. Nada hay que pueda neutralizar ese deseo, como no lo hay para el depredador que huele a sangre. Sólo un severo correctivo a quien se apropie de él desordenadamente y una educación tem­prana sobre su manejo son los remedios caseros capaces de atem­perar al ser humano.
Ya en nuestros tiempos, en la mayoría de los casos la tibia reacción que pueda producirse contra el ansia del vil metal, queda sofocada pronto por la siguiente consideración que a sí mismo se hace quien se encuentra en el trance ilícito de adueñarse del dinero, o una vez se ha apoderado de él: que cual­quiera que tuviese acceso aprovecharía la ocasión si cree que no será descubierto; y si el trance es lícito, que el dinero sólo cobra sentido si de él se hace motor de actividad. Es cierto que el impulso altruista y la posible tentación de repartirlo entre quie­nes han colaborado en la ganancia puede lle­gar, pero suele llegar tarde y en todo caso siempre después del im­pulso de apropiarse de él y poseerlo. Nadie, salvo el bando­lero que robaba al rico para darle lo robado al pobre y sospecho­sas cuestaciones de cuyo control se sabe muy poco, se afana en conseguir dinero para otros, es norma que sólo para sí…
Y como, voluntariamente, sin compulsión ajena a él, es muy raro que el poseedor de dinero se mueva a contribuir al sosteni­miento digno de otros similar al suyo, es al Estado al que la socie­dad encomienda la tarea de repartirlo. Pero el reparto pro­piamente dicho depende de los gobiernos, los cua­les a su vez se deben a una ideología que en este tiempo se desdo­bla en dos: la que sobrevalora al individuo que posee ya el dinero acumulado (generalmente por cualquier método excepto el ahorro), rele­gando la importancia del papel de quienes tra­bajan para él, por un lado, y la que confía al Estado, a empresas públicas o mix­tas la protección del individuo proporcionándole los servi­cios bási­cos, por otro.
Privado, pues, frente a público; individualismo frente a colecti­vismo: las dos ideas motrices de toda la política de occidente acerca de la propiedad y el dinero, sobre las que ha girado la histo­ria en la última centuria y sigue girando con inusitado vértigo.
En todo caso, el dinero ha llegado a cobrar una importancia exa­gerada frente a la importancia que el humanismo y otras filo­sofías asignan a los valores del ser humano como principio y fin de los desvelos de la sociedad por cuidarse de sí misma y para el desenvolvimiento y desarrollo integral del individuo. En todo caso, el dinero empezó siendo un potenciador de felicidad confun­dida con placer y lleva camino de ser un resorte de perdi­ción para la sociedad humana.
Porque el dinero, en tanto que objeto de deseo, desplazó ense­guida a todos lo demás, incluso al sexo ya la propia vida. Pero hoy, superadas las ideologías y las teologías, superados los opuestos burguesía y proletariado, rico y pobre, trabajador y ren­tista, ocioso y laborioso, empleado y desempleado, desocupado y preocupado, lo que verdaderamente importa en el mundo domi­nado por el dinero es la división entre defensores de lo pri­vado y de privatizar, que son los que por ahora ganan, y defenso­res de lo público y de socializar; al fin y al cabo, egoístas superla­tivos, por un lado, y altruistas de una casta humana en el fondo superior aunque por ahora pierdan, por otro. Y todo gi­rando en torno a un invento reducido hoy a la quintaesencia del apunte contable y del crédito, que el humano del milenio que vi­vimos está a punto de descubrir que no se come; un invento ideado para suicidarse al final de los tiempos, como el compro­miso conyugal fue ideado para gozar más al incumplirlo, o como el amor fue ideado para mejor comprender a un Dios en el que el ser humano ya no cree…

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