José M. Castillo, teólogo
Una teología de la desigualdad, nunca definida pero claramente aplicada,
se encuentra bien formulada en el vigente Código de Derecho Canónico de
la Iglesia católica. En el Código, como sabemos, las mujeres no son
iguales en derechos a los hombres. Ni los laicos son iguales a los
clérigos. Ni los presbíteros tienen los mismos derechos que los obispos.
Ni los obispos se igualan con los cardenales. Y conste que no hablo de
los poderes inherentes al gobernante, sino de los derechos que son
propios de las personas. Ya sé que todo esto necesitaría una serie de
precisiones jurídicas y teológicas, que aquí no tengo espacio para
explicar. Para lo que en esta reflexión quiero indicar, valga lo dicho
como mera introducción a la teología de la desigualdad en la Iglesia.
Como punto de partida, no olvidemos que la religión es generalmente
aceptada como un sistema de rangos, que implican dependencia, sumisión y
subordinación a superiores invisibles (W, Burkert). Superiores que se
hacen visibles en jerarquías que hacen cumplir los rituales de sumisión,
según las diversas religiones y sus estructuras correspondientes. En el
caso de la Iglesia, durante los tres primeros siglos, las originales
comunidades evangélicas fueron derivando hacia un “sistema de
dominación”, con las consiguientes desigualdades, que todo sistema de
dominación produce, y que quedó establecido en la Antigüedad Tardía (J.
Fernández Ubiña, ed.). Este sistema, como es bien sabido, alcanzó la
cumbre de su fortaleza en su expresión máxima, la “potestad plena” (ss.
XI al XIII). Un poder que se ejercía conforme a la normativa del Derecho
romano (Peter G. Stein), que no reconoció la igualdad “en dignidad y
derechos” de mujeres, esclavos y extranjeros.
Como es lógico, este sistema, no ya basado en las “diferencias”, sino
en las “desigualdades”, sufrió el golpe más duro, que podía soportar,
en las ideas y las leyes que produjo la Ilustración, concretamente en la
Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, que aprobó la
Asamblea Francesa, en 1789. Un documento que fue denunciado y rechazado
por el papa Pío VI. Lo que fue el punto de partida del duro
enfrentamiento entre la Iglesia y la cultura de la Modernidad. Un
enfrentamiento que se prolongó durante más de siglo y medio, hasta
después de la segunda guerra mundial.
Naturalmente, esta legislación y esta forma de entender la presencia
de la Iglesia en la sociedad se tenía que justificar desde una
determinada teología. La teología de la desigualdad, que el papa León
XIII recogió de una tradición de siglos, para rechazar las enseñanzas de
los socialistas, que, a juicio de aquel papa “no dejan de enseñar… que
todos los hombres son entre sí iguales por naturaleza” (Enc. Quod
Apostolici. ASS XI, 1878, 372). Cuando en realidad, para León XIII, “La
desigualdad, en derechos y poderes, dimana del mismo Autor de la
naturaleza”. Y tiene que ser así, “para que la razón de ser de la
obediencia resulte fácil, firme y lo más noble” (ASS XI, 372).
Así, el papado de aquellos tiempos pretendió aplicar a la sociedad
civil el principio determinante del sistema eclesiástico, que quedó
formulado por el papa Pío X, en 1906: “En la sola jerarquía residen el
derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los
miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene
otro derecho que el de dejarse conducir y, dócilmente, el de seguir a
sus pastores” (Enc. Vehementer Nos, II-II. ASS 39 (1906) 8-9). La
teología de la desigualdad quedó bien formulada, como una teoría y una
práctica que, con otras palabras, ya había sido formulada desde Gregorio
VII (s. XI) y afianzada por Inocencio III (ss. XII-XIII).
Uno de los componentes determinantes de la cultura es la religión.
Por eso, una cultura como es el caso de lo que ha ocurrido en Occidente
durante tantos siglos, la teología de la desigualdad ha marcado la
mentalidad, el Derecho, la política, las costumbres y las convicciones,
de la cultura occidental, mucho más de lo que seguramente imaginamos.
El contraste con esta teología está en el Evangelio. Jesús quiso, a
toda costa, la igualdad en dignidad y derechos de todos los seres
humanos. Por eso se puso de parte de los más débiles, de los más
despreciados, de los más desamparados. Esto supuesto, yo me pregunto por
qué hay tanta gente de la religión – o muy religiosa – que no disimula
su rechazo y hasta su enfrentamiento con el papa Francisco. Más aún, yo
me pregunto también si el profundo malestar, y hasta la indignación, que
se está viviendo ahora mismo en España, no tendrá algo (o mucho) que
ver con la teología de la desigualdad y sus defensores, los clérigos de
alto rango. Es más, yo me atrevo a preguntar si España está preparada,
en este momento, para aguantar un cambio tan radical, en nuestras leyes,
jueces y fiscales, que no fueran los “robagallinas”, sino los más altos
dirigentes de la política y de la economía los que se echaran a
temblar.
¿Es o no es importante la teología de la desigualdad? En todo caso, yo
no tengo soluciones. Ni esa es mi tarea en la vida. Me limito a plantear
preguntas, que nos obliguen a todos a pensar.
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