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viernes, 2 de diciembre de 2016

Me explicaré… como español por razones terapéuticas

Jaime Richart, sociólogo

Cuando he escrito sobre la protesta inútil o la inutilidad de ra­zo­nar, no ha sido ni por pereza ni con el propósito de disuadir al eventual lector de que se aquiete conmigo y deje de hacer aná­lisis de lo que acontece en este país. Es decir, no ha sido para incitarle a que renuncie a la crítica de lo que a diario cono­cemos a través de esa cadena sin fin, como las que hay en las fábricas, por la que, sin un segundo de pausa, va pasando la “in­formación” a cargo de ese cuarto poder que constituye la casta periodística. Y no trato de coartar la inclinación de nadie a esa tarea porque sí, sino porque, en primer lugar cuestiono la calidad y catadura del periodismo es­pañol, ahora desmelenado en una carrera contra reloj entre los pe­riodistas mismos por des­velar miserias localizadas en la vida pública y en la política, y cuantas más mejor, después de haber es­tado practicando du­rante mucho tiempo un silencio cómplice acerca de numerosos casos que, o ya conocían y no desvelaban por cobardía, o cono­ciéndolos, esperaron contable, no éticamente, a rentabilizarlos. Y en segundo lugar, porque es tal la avalancha de podredum­bre, informativamente hablando, que desde hace tres o cuatro años se precipita sobre las cabezas y atención de la ciuda­danía que el mero hecho de hacer un alto para fijarnos en cual­quier de­nuncia periodística aislada acerca de cualquier noticia ha de producir un efecto descorazonador a toda epidermis mediana­mente sensible, y su intoxicación psicológica está asegurada.

Los efectos no se hacen esperar: un bochorno y una ver­güenza in­finita por identificarnos necesariamente el mundo con quienes du­rante décadas nos han representado, y un deseo de fuga para desmarcarnos de ellos y renunciar a la nacionalidad es­pañola. Ese deseo ha de coincidir aproximadamente con el 75 por ciento de la población española que no cuenta política­mente hablando, ni en la gobernación ni en la gobernanza, frente al otro 25 por ciento que representa en buena medida la que ordena, manda y mangonea que en las urnas ha reaprobado a los que aun en minoría siguen en todo lo alto de la nación y en espera de ser refrendados por ese mismo tanto por ciento, o quizá más, en nuevas elecciones…
En resumidas cuentas, que si he hablado de la inutilidad de ra­zo­nar y de la protesta inútil es porque somos demasiados mi­llones de personas los que a buen seguro renegamos de nuestra condi­ción de españoles desde el punto de vista administrativo. Un con­cepto éste que se deriva de unos documentos de identifi­cación y de registro personal similares a los que figuran en las partidas de bautismo que nada tienen que ver, precisamente, con nuestro amor y nuestra devoción por las tierras en las que vivimos toda la vida y en las que mayoritariamente hemos na­cido. Razón ésta que apunta a los motivos que hicieron decir a los antiguos latinos ibi bene, ibi patria: allá donde estás bien, es tu patria. Por lo que ese 75 por ciento que se abochorna y se avergüenza, que no cuenta, siendo quizá español por los cuatro costados abomina de serlo tam­bién como yo, por sentir una an­gustiosa impotencia al verse in­capaz de desalojar de la vida pública a los miles de indeseables que la protagonizan desde la desaparición de la dictadura; todos ri­cos o enriquecidos, todos revestidos de privilegios, todos escoria de esta nación…
Me refiero a un envenenamiento progresivo el que experimen­ta­mos un poco cada día si nos asomamos simple­mente a los titula­res de un periódico, de una cadena de radio o de un canal de televi­sión. Y no vale la pena pues, al igual que de­cía Woody Allen a propósito de que cuando escuchaba a Wag­ner le entraban ganas de invadir Polonia, y al igual que el cineasta Trueba reniega de la nacionalidad española en los mism­os o parecidos términos que yo, en cuanto escucho cual­quier noticia relacionada con la ac­tualidad o veo a indeseables como el apellido Inda entre ellos, siento unos irrefrenables de­seos de apostatar de español igual que de católico, y hacer la re­volución. Razones todas ellas, unidas a mi avanzada edad, por las que prefiero mirar a otra parte e ignorar a una sociedad plagada de filisteos, de espíritus vulgares que han desvalijado y aún deciden el destino de mi país, en espera de que mis nietos o mis biznietos enmienden lo que ahora no hay dios que meta mano…

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