Parece claro que no se ha cumplido la profecía de Marx y que la cuestión religiosa, no está ni mucho menos liquidada. Sí se encuentra en cambio en un momento de profunda transformación. Se trata sin duda de uno de esos signos de los tiempos que el Vaticano II nos invitó a leer. Sin duda no es una tarea fácil. Siempre es más asequible detectar que la historia se está moviendo que prever hacia donde se dirige. Teniendo en cuenta además que se producen vaivenes, movimientos de ida y venida y no avances rectilíneos.
En un libro de Metz de no hace tantos años el teólogo alemán afirmaba que la divisa de este tiempo es “religión sí, Dios no”. Esto no ha sido óbice para que en medios teológicos se haya vuelto a hablar de Dios de una manera renovada. Pero no ha pasado mucho tiempo y ya el nuevo slogan es “espiritualidad sí, religión no”. Parece que en esas estamos.
Estos cambios de tendencia precisaban antes de siglos, son tres los que van de Tomás de Aquino a Lutero. Ahora por el contrario se producen en años cuando no en meses. Los vemos ocurrir ante nuestros ojos pero nuestro pensamiento apenas si tiene tiempo de adaptarse a ellos.
La verdad es que, sin ser sociólogo, me está resultando curioso asistir al nacimiento de una tendencia. Un día lees un artículo al azar, te encuentras una persona que empieza a vivir en esa línea, más tarde ya no es una sino varias, después aparece un libro de alguien que teoriza lo que está pasando. En ocasiones aquella chispa inicial se convierte rápidamente en un lugar común. ¿Quién es el anónimo creador de esa tendencia? Parece que nadie y a la vez todos. En cualquier caso no los pensadores porque, como advirtió Hegel en su conocida frase, “la lechuza de Minerva sólo emprende el vuelo a la caída de la noche”. Lo que sí puede hacer el pensamiento es diseccionar, analizar y hasta aventurar con cuidado alguna profecía.
Releo un artículo en El País de Vicente Verdú del 8 de diciembre de 2002. Según él, de lo que se trata en una larga serie de nuevos movimientos es de la búsqueda de la felicidad. Pero yo añado que esa felicidad buscada no pretende hallarse en la apertura a los demás sino en el interior de uno mismo. Silencio, meditación, interioridad, unión con el Todo, éstos son algunos mantras que resuenan en muy diversas ofertas, liberadas ahora –aunque no siempre– de dogmas o formulaciones doctrinales.
Reconozco que soy hijo de una tradición cristiana y que, puesto a elegir entre la acción y la meditación, opto siempre por la primera. O, por mejor decir, por una meditación que desemboque en la acción. Por poner un ejemplo que valga sólo como tal: entre Juan Pablo II, discutible por tantas cosas, pero que contribuyó decisivamente a la caída del comunismo, y el Dalai Lama, elogiable por tantas cosas, pero que no ha dado lugar a acción alguna, yo voto por el primero.
A mi modo de ver y por decirlo con una formulación muy escueta, se está pasando de una tradición cristiana que animaba a la acción a una nueva actitud que busca la paz con uno mismo. En la amplia literatura en folletos y revistas de la nueva tendencia los autores suelen arrepentirse de su tiempo de acción para elogiar su nuevo estado de serenidad y paz personal. Claro está que aquella, como todo lo humano, era siempre ambivalente y a veces equivocada pero ponía el punto de mira en los demás, convertidos en prójimos. La segunda no cesa de mirar hacia dentro.
Así pues, La nueva espiritualidad promete la felicidad y acaso la consiga. Jesús nunca habló de felicidad. Como le reprocha el cardenal de Sevilla en la parábola de los Hermanos Karamazov, no entendió que los hombres lo que desean es que las piedras se conviertan en pan. El propuso, por el contrario, que cada uno fuera pan para los otros, grano de trigo que muere para dar fruto. Aseguró y lo realizó con su existencia que hay que dar la vida por los hermanos. Siempre he estado más de acuerdo con la vieja traducción del sermón de la montaña que con las que pretenden adaptarse a sentimientos modernos. Los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los perseguidos por causa d ella no son felices, son bienaventurados. Quien decida dar todo lo suyo a los pobres se verá inmerso en muchas preocupaciones; no será feliz pero habrá emprendido una buena-aventura. “Yo doy todos mis versos por un hombre en paz”, formuló Blas de Otero cuando aún era cristiano. Cumplirlo no le hubiese hecho feliz sino ben-decido.
Se podrá reprocharme que simplifico o que utilizo un esquema maniqueo. No quiero que así sea. Sin duda toda tendencia aporta algo, descubre lagunas en la antigua y abre caminos o encuentra matices nuevos y la de la actual espiritualidad así lo ha hecho. Pero el avisado padre de familia del Evangelio toma las cosas nuevas sin dejar las antiguas. Silencio, contemplación, sí, pero con la mirada puesta en este mundo. Como bien lo dijo Santiago: “¿Dices que tienes fe? Muéstrame tus obras”.
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