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martes, 13 de septiembre de 2016

Cisma de hecho

GordoLo dijo Walter Kasper, finalizado el Sínodo ordinario de 2015: en la Iglesia existe un “cisma de hecho” entre una parte de la jerarquía y la comunidad católica. Y lo sostuvo, responsabilizando del mismo a un grupo de cardenales y obispos que habían pasado a ser estos últimos años la minoría rigorista que siempre habían sido en el conjunto del catolicismo; pero, a partir de ahora, sin el respaldo, afortunadamente, del sucesor de Pedro.
Transcurrido casi un año desde que comunicara este diagnóstico, tan contundente como inusual en un cardenal, parece oportuno preguntarse qué está sucediendo en la Iglesia para que, quien ha tenido como tarea primera, desde 2001 hasta 2010, el cuidado de la Unidad de los Cristianos, se haya despachado de esta manera. Para W. Kasper dicho “cisma” es consecuencia de la relectura involutiva que la minoría, perdedora en el Vaticano II (1962-1965), pero mayoritaria en la curia vaticana, ha realizado de los acuerdos conciliares más importantes durante los cinco últimos decenios. Y, de manera particular, en lo referente a la forma de gobernar y a la moral sexual.
No faltan quienes, prolongando su diagnóstico, sostienen que esta minoría, al haber ninguneado tales acuerdos, acabó llevando a la Iglesia a una lamentable vía muerta de la que, probablemente, su expresión más contundente y penosa fue la renuncia del papa Benedicto XVI. No sería difícil, apuntan, enumerar los asuntos que han sometido a una sistemática e involutiva relectura a partir de su concepción de la Iglesia como “maestra” en un mundo que, bajo el engaño de la tolerancia, se estaría adentrando a marchas forzadas en el relativismo, tan corrosivo como dictatorial. Juan Pablo II fue meridianamente claro al respecto: los problemas de la Iglesia y de la sociedad habían de resolverse, proclamó, “sin falsificar ni comprometer jamás la verdad” y sin “esconder las exigencias de radicalidad y de perfección” (1981). Su pontificado fue el del triunfo de las llamadas “verdades innegociables” promulgadas por el magisterio papal, con rango superior a la libertad o a la conciencia personal. Y con ello, el del inicio de una creciente desafección eclesial en Europa; además, del aparcamiento, y condena, de una buena parte de los herederos de la mayoría conciliar.
Por fortuna, la elección de Francisco ha facilitado que emergiera el modelo de la Iglesia como “madre” que, porque tiene entrañas de misericordia, está más pronta a acoger, acompañar, discernir e integrar que a condenar. Y que, por supuesto, es buena; pero que, contrariamente a lo que pudieran pensar sus detractores, no es tonta ni pacata ni laxista. Prueba de ello es que tiene la lucidez y el coraje requeridos para aceptar que lo suyo es curar, no condenar; acoger, no excluir; proponer, no imponer; anunciar, no silenciar; perdonar, no repudiar. Y, en lo tocante a la moral sexual, entiende que ha llegado el tiempo de reconocer autocríticamente que “el mensaje de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia” no ha sido “un claro reflejo de la predicación y de las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera” (“Amoris laetitia”, 2016).
Como se puede apreciar, Francisco no descuida ni olvida la doctrina o las llamadas “verdades innegociables” de los pontificados anteriores. Más bien, las lee y acoge desde la centralidad que corresponde, por derecho propio, al axioma de la misericordia. Procediendo de esta manera, coloca en el sitio que le pertenece a la llamada “ley moral natural” y ofrece una alternativa eclesial que, al ser integradora, tiene más futuro de lo que sus críticos y detractores creen; a quienes, por cierto, no manda desfilar, como se hacía en un pasado reciente, por la Congregación para la Doctrina de la fe.
El “cisma de hecho” de la Iglesia Católica puede disolverse como un azucarillo en agua. Y no solo porque decrezca el número de sus partidarios (a veces por motivos no siempre confesables) o por su anclaje en la extrapolación rigorista, sino, sobre todo, por la frialdad, el autoritarismo y la inconsistencia teológica con que han defendido dichas “verdades innegociables”.
Bienvenido sea el ocaso de la Iglesia “maestra” que las ha apadrinado y que ha sido ciegamente partidaria de los análisis en blanco y negro, de la yuxtaposición entre la verdad y la mentira y de la condena de cualquier discrepancia, casi siempre, percibida como ruptura. Y bienhallada sea la Iglesia “madre” que, porque articula verdad y misericordia desde el primado de esta última, reconoce (y acoge como propia) una mirada integradora, habilitando, a quien la ejercita, para percibir elementos de santidad y verdad, incluso, en las llamadas “situaciones irregulares”. Y que, por si lo anterior pareciera poco, promueve, además, la pluralidad, que es santo y seña de la catolicidad.

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