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miércoles, 15 de junio de 2016

Elecciones: una cuestión religiosa y grave José Mª Castillo


Castillo No hablo de las relaciones Iglesia-Estado. Ni del Concordato. Ni de los Acuerdos con la Santa Sede, del año 79. Nada de eso, ni las importantes consecuencias que de todo eso se han seguido, es lo que aquí me interesa. Porque hay algo previo, más importante, más fundamental y que (según creo) es lo que muchos ciudadanos españoles no se plantean en este momento.
        Ahora mismo, según la reciente encuesta del CIS, un 32,4 % de los habitantes del Estado Español no sabe lo que va a hacer en las próximas elecciones generales. O sea, a estas alturas, casi una cuarta parte de los votantes no ha tomado la decisión de si va a votar. Y los que piensen votar, de ese 32 y pico por ciento, no tienen claro lo que deben votar. A nadie se le oculta que esta cantidad de indecisos puede ser determinante para el resultado final de las próximas elecciones.
        Pues bien, así las cosas, y habida cuenta de cómo está ahora mismo España y cómo está Europa, lo que yo quiero indicar es que la decisión que cada cual tome, ya sea no votar o, lo más probable, votar a un partido –omitiendo, por eso mismo y como es inevitable, no votar a los demás–, eso será no solo una opción política, sino además una cuestión religiosa. Y, por cierto, una cuestión religiosa grave. ¿Por qué?
        Muy sencillo. Entre las creencias religiosas, que aceptamos los cristianos, está muy claro que uno de los pecados más graves y más decisivos, que podemos cometer en la vida, es el pecado de omisión. El Evangelio cuenta la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). El ricachón aquél no le hizo ningún daño al mendigo que estaba en el portal de su casa. Simplemente omitió ayudarle. Y semejante omisión fue su ruina ante Dios y para siempre. Y en el anuncio del juicio final (Mt 25, 31-46), la perdición definitiva no les sobrevendrá a quienes causan el mal, sino a los que omiten dar de comer a quienes pasan hambre, cuidar a los enfermos, acoger a los extranjeros… Habiendo, como hay, tantos pecados perversos de acción, los únicos pecados que el Señor menciona son los pecados de omisión. Y es que, leyendo los evangelios con atención, enseguida se da uno cuenta de que, a juicio de Jesús, lo más peligroso y dañino en la vida no está en el mal que hacemos, sino en el bien que dejamos de hacer. Por eso, sin duda, Jesús no soportaba ver a la gente sufrir. Los relatos de curaciones de enfermos, de comidas con gentes hambrientas y hasta con personas de conducta indeseable, son constantes en los evangelios.
        ¿Qué significa todo esto ahora mismo? No es solamente asunto de homilías y sermones. Es, sobre todo, lo central del mensaje que apunta directamente al corazón de quienes decimos que tenemos creencias cristianas. Por esto me atrevo a decir que las elecciones, antes que un problema político, nos ponen ante un problema religioso de extrema gravedad. Que cada cual piense lo que estamos haciendo ahora mismo en España. Cada uno pensará que esto lo resuelven los del partido que él piensa votar. Lo que yo me temo –lo que más temo– es que sigamos tranquilizando nuestras conciencias ante tanto pecado de omisión. Porque en eso está la causa determinante de tanto sufrimiento.
        Y si todo esto no nos importa, ¿qué demonio de religiosidad es la nuestra? ¿de qué nos sirve estar seguros de que se van a mantener las mejores relaciones posibles con la Iglesia, si la pura verdad es que el Evangelio de Jesús, en su contenido central, nos importa un bledo? Pero lo más grave de todo, ¿para qué queremos las creencias religiosas, si hemos perdido los más elementales sentimientos humanos?

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