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miércoles, 27 de abril de 2016

APRENDIENDO A VIVIR

col munarriz
Dicen los eudemonistas que la felicidad es el fin último de nuestra existencia, y si esto es así, sabe vivir quien la busca allí donde puede encontrarla, y no sabe vivir quien la busca en otros sitios. Nosotros la buscamos en el dinero, el confort o el prestigio, y vivimos tristes porque ahí no la encontramos. Ya no cantamos en la calle, o en casa, porque tenemos demasiadas preocupaciones para cantar. Ya no disfrutamos de la vida, porque viajamos por ella agobiados por el peso de un equipaje descomunal compuesto a partes iguales de ambiciones y de miedos… y ésa no es forma de viajar.
Todos los días la televisión nos machaca la mente con la idea de que la felicidad se compra con dinero, y que cuanto mayor sea el precio que paguemos, mayor será nuestra felicidad. Que seremos más felices con un coche más grande, o realizando un viaje largo y exótico, o comprando el móvil más caro, o yendo a un restaurante Michelín, o adquiriendo un artículo de marca... Y todo eso es mentira, pero muchos de nosotros lo creemos.
Entonces, dedicamos la vida a trabajar frenéticamente para tener esas cosas; nos cargamos de mil hipotecas, mil contratos, mil compromisos, mil apegos, y vivimos angustiados ante la perspectiva de que venga una ventolera que se lleve por delante lo que hemos conseguido con tanto esfuerzo… La vida es mucho más sencilla, y la felicidad, forzosamente, debe ser algo a lo que tenga acceso todo el mundo por igual.
Cuando van pasando los años y se adquiere una perspectiva más amplia de la vida, se cae en la cuenta de que las dos fuentes principales de felicidad son el contacto con la Naturaleza y el contacto con los demás. Hay otras fuentes, pero ni son gratuitas, como estas dos, ni están al alcance de todos. Ahora bien, cuando el ser humano decidió enclaustrarse en las ciudades, desarraigándose así del mundo natural, no sólo renunció a la primera de estas fuentes, sino que se produjo en él una carencia sustancial que ninguno de los placeres que ofrecen las grandes ciudades podrá jamás restituir.
Porque, confinados en un mundo artificial, hemos perdido la capacidad de emocionarnos al contemplar el horizonte al atardecer, de sentir la paz que produce el murmullo de una regata saltando entre hayas y rodeada de una alfombra roja de hojas caídas, o el susurro del viento en la copa de los árboles, o el cansancio físico de escalar una montaña, o la sensación incomparable de alcanzar la cima… Nos hemos vuelto incapaces de gozar cada mañana del milagro de la salida del sol, que nos calienta, que nos permite movernos sin tropezar; o de apreciar el regalo fabuloso del agua clara, que nos refresca, que sacia nuestra sed; o de sentirnos sobrecogidos ante la inmensidad del mar o del cielo estrellado, o ante el paisaje formidable de una cordillera cubierta de nieve…
Luego está el contacto con los demás. La felicidad puede ser algo tan simple como amar y ser amado, pero no es nuestra intención referirnos aquí al amor, ni siquiera la amistad, sino a la expresión más simple de las relaciones humanas, es decir, a la sensación cotidiana de encontrarse en la calle con personas llenas de empatía, cercanas, que con su simple actitud, generan gozo para sí mismas y para quienes les rodean. Deberíamos declararlas patrimonio de la humanidad, porque son portadoras de felicidad; porque nos marcan el camino para crear sin esfuerzo un mundo mejor…
Quizá la felicidad dependa de esas pequeñas cosas. Quizá sea algo que está en nuestro interior y se manifiesta siempre que no la sofocamos con nuestra torpeza. Quizás haya llegado el momento de desmantelar esa maraña de creencias bobas que la sociedad moderna nos propone y que nos impiden disfrutar de la vida.

Miguel Ángel Munárriz Casajús
Doctor Ingeniero del ICAI

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