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miércoles, 24 de febrero de 2016

Más allá de los humanos José Arregi, teólogo



José Arregui1En Arroa Behea luce un sol radiante. El sauce reverdece. El petirrojo y la malviz cantan. Una madre joven columpia a su hijita, una y otra vez, suavemente. Llega el tren y luego se va, tra-ca-ta-tá, tra-ca-ta-tá… La madre y la niña siguen jugando. El mundo parece pura armonía, y el ser humano su gloria, su corona, su ángel de la guarda. Con razón canta el salmo judío: “Lo coronaste de gloria y dignidad”.Todos los salmos no bastan para cantar tanta belleza sublime, tanta paz. Misterio del mundo, Gracia de ser.

¿Y tantos horrores humanos? Un padre abusa sexualmente de un bebé de 18 meses, hija de su pareja, y la arroja por la ventana. Ocho mujeres muertas en un mes en España a manos de sus parejas. Personas hechas y derechas que sucumben víctimas del alcohol, del sexo, de la venganza, del dinero. Esta corrupción generalizada. Esas entrañas y fronteras cerradas a hambrientos y a los fugitivos de la guerra. Esta Europa indecente que defiende su bienestar robado a los países más pobres. Tenía razón San Pablo: “No acabo de entender mi conducta, pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco”. ¿A eso llamamos dignidad, conciencia, libertad? ¿Es libre este pobre ser humano capaz de hundirse en el rencor o en la angustia por un pequeño fracaso, por una simple palabra de ofensa o de crítica, o por el temor de algo que ni siquiera sabe que vaya a suceder? Y nos llamamos Homo Sapiens, y nos creemos los señores del mundo, cuando no somos dueños de nosotros mismos. Y cuanto menos libres nos sentimos más nos empeñamos en dominar a los demás. Y cuanto menos felices somos más daño hacemos y más desgraciados nos volvemos. ¿Qué nos pasa a los humanos?
Antes era fácil: el “pecado original” tenía la culpa de todo. Pero las ciencias, todas ellas a la vez, han vuelto imposible seguir pensando que haya existido alguna vez un paraíso, una caída, un castigo divino. Y han demostrado que todas las formas conocidas de vida en esta tierra son fruto de la evolución de una misma forma inicial, y apuntan con unanimidad creciente la probabilidad de que la vida –tal vez en formas distintas de las que conocemos– sea un fenómeno difundido por todo el universo, aunque ésa es otra historia. Todo nos lleva a pensar que nos somos el centro del universo ni la cima de la evolución de la vida.

Las ciencias nos llevan también a pensar que el género Homo, aparecido hace 2 millones de años, y esta especie nuestra Sapiens aparecido hace 150.000 años, no es ni siquiera el centro ni el culmen de la evolución de la vida en nuestro planeta. Nos distingue del resto de los primates una mayor capacidad cerebral, de la que dependen todas las funciones que abusivamente llamamos “específicamente humanas”: la conciencia, la libertad, el lenguaje, el arte, la herramienta, la cultura… Son funciones que, en grados diferentes, se dan en todos los primates y en muchísimas especies animales. Las diferencias son siempre de grado, aunque quien así lo prefiera puede llamarlas “saltos cualitativos”. Entre el sauce que verdea y la malviz que canta, entre la malviz y el perro, entre el perro el chimpancé, hay muchos y grandes saltos cualitativos, pero dentro de un continuum infinito de complejización creciente. De lo “inferior” emerge lo “superior”. ¿Pero por qué esta necesidad de afirmarnos superiores?
Afortunadamente, no estamos al final de la evolución. La vida seguirá buscando a tientas –y seguro que irá encontrando– nuevas formas vivientes mejor adaptadas, más armónicas –esperemos– que esta nuestra especie tan ambigua todavía, tan contradictoria, tan violenta. Tan incipiente. La evolución nos llevará, en millones de años, a formas posthumanas o transhumanas, con capacidades “superiores”… ¡Ojalá!


Lo nuevo del momento histórico en que vivimos es que la evolución hacia esas formas transhumanas depende cada vez más de nuestra especie, está en nuestras manos. Las neurociencias, la ingeniería genética, las prótesis robóticas externas o internas… más pronto que tarde crearán otros seres más inteligentes que nosotros. No hay duda de que eso sucederá algún día. La duda –enorme, inquietante duda– es si eso será para nuestro bien y el suyo. El gran desafío y nuestra gran responsabilidad es que lo sea.
Empecemos ya, aquí. Demos cada día el pasito que podamos para cuidar la vida, para que vivir sea una gracia para nosotros mismos y los demás, también para la vida de quienes vendrán luego, sean seres humanos o no.

(Publicado en DEIA y los Diarios del Grupo Noticias el 21 de febrero de 2016)

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