MENSAJE DEL SANTO PADREFRANCISCOPARA LA CELEBRACIÓN DE LAXLVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
NO ESCLAVOS, SINO HERMANOS
1. Al comienzo de un nuevo año, que recibimos
como una gracia y un don de Dios a la humanidad, deseo dirigir a cada hombre y
mujer, así como a los pueblos y naciones del mundo, a los jefes de Estado y de
Gobierno, y a los líderes de las diferentes religiones, mis mejores deseos de
paz, que acompaño con mis oraciones por el fin de las guerras, los conflictos y
los muchos de sufrimientos causados por el hombre o por antiguas y nuevas
epidemias, así como por los devastadores efectos de los desastres naturales.
Rezo de modo especial para que, respondiendo a nuestra común vocación de
colaborar con Dios y con todos los hombres de buena voluntad en la promoción de
la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la tentación de comportarnos de
un modo indigno de nuestra humanidad.
En el mensaje para el 1 de enero pasado, señalé que del «deseo
de una vida plena… forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos
invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o
contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer».[1] Siendo el hombre un ser relacional, destinado a realizarse
en un contexto de relaciones interpersonales inspiradas por la justicia y la
caridad, es esencial que para su desarrollo se reconozca y respete su dignidad,
libertad y autonomía. Por desgracia, el flagelo cada vez más generalizado de la
explotación del hombre por parte del hombre daña seriamente la vida de comunión
y la llamada a estrechar relaciones interpersonales marcadas por el respeto, la
justicia y la caridad.Este fenómeno abominable, que pisotea los derechos
fundamentales de los demás y aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples
formas sobre las que deseo hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de
la Palabra de Dios, consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino
hermanos».
A la escucha del proyecto de Dios sobre la humanidad
2. El tema que he elegido para este mensaje
recuerda la carta de san Pablo a Filemón, en la que le pide que reciba a
Onésimo, antiguo esclavo de Filemón y que después se hizo cristiano, mereciendo
por eso, según Pablo, que sea considerado como unhermano. Así escribe
el Apóstol de las gentes: «Quizá se apartó de ti por breve tiempo para que lo
recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor que un
esclavo, como un hermano querido» (Flm 15-16). Onésimo se convirtió
en hermanode Filemón al hacerse cristiano. Así, la conversión a Cristo,
el comienzo de una vida dediscipulado en Cristo, constituye
un nuevo nacimiento (cf. 2 Co 5,17; 1 P 1,3) que
regenera la fraternidad como vínculo fundante de la vida familiar y
base de la vida social.
En el libro del Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón
y hembra, y los bendijo, para que crecieran y se multiplicaran (cf.
1,27-28): Hizo que Adán y Eva fueran padres, los cuales, cumpliendo la bendición
de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la
primera fraternidad, la de Caín y Abel. Caín y Abel eran hermanos,
porque vienen del mismo vientre, y por lo tanto tienen el mismo origen,
naturaleza y dignidad de sus padres, creados a imagen y semejanza de Dios.
Pero la fraternidad expresa también la multiplicidad y
diferencia que hay entre los hermanos, si bien unidos por el nacimiento y por la
misma naturaleza y dignidad. Comohermanos y hermanas, todas las
personas están por naturaleza relacionadas con las demás, de las que se
diferencian pero con las que comparten el mismo origen, naturaleza y dignidad.
Gracias a ello la fraternidad crea la red de relaciones fundamentales
para la construcción de la familia humana creada por Dios.
Por desgracia, entre la primera creación que narra el libro del
Génesis y el nuevo nacimiento en Cristo, que hace de los creyentes
hermanos y hermanas del «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29),
se encuentra la realidad negativa del pecado, que muchas veces interrumpe la
fraternidad creatural y deforma continuamente la belleza y nobleza del ser
hermanos y hermanas de la misma familia humana. Caín, además de no
soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer
fratricidio. «El asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia
trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia
(cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que
están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los
otros».[2]
También en la historia de la familia de Noé y sus hijos
(cf. Gn 9,18-27), la maldad de Cam contra su padre es lo que empuja a
Noé a maldecir al hijo irreverente y bendecir a los demás, que sí lo honraban,
dando lugar a una desigualdad entre hermanos nacidos del mismo vientre.
En la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de
la separación de Dios, de la figura del padre y del hermano, se convierte en una
expresión del rechazo de la comunión traduciéndose en la cultura de la
esclavitud (cf. Gn 9,25-27), con las consecuencias que ello conlleva y
que se perpetúan de generación en generación: rechazo del otro, maltrato de las
personas, violación de la dignidad y los derechos fundamentales, la
institucionalización de la desigualdad. De ahí la necesidad de convertirse
continuamente a la Alianza, consumada por la oblación de Cristo en la cruz,
seguros de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia… por Jesucristo»
(Rm5,20.21). Él, el Hijo amado (cf. Mt 3,17), vino a
revelar el amor del Padre por la humanidad. El que escucha el evangelio, y
responde a la llamada a la conversión, llega a ser en Jesús «hermano y
hermana, y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo
de su Padre (cf. Ef 1,5).
No se llega a ser cristiano, hijo del Padre y hermano en Cristo,
por una disposición divina autoritativa, sin el concurso de la libertad
personal, es decir, sin convertirselibremente a Cristo. El ser hijo de
Dios responde al imperativo de la conversión: «Convertíos y sea bautizado cada
uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros
pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Todos los
que respondieron con la fe y la vida a esta predicación de Pedro entraron en
la fraternidad de la primera comunidad cristiana (cf. 1 P
2,17; Hch 1,15.16; 6,3; 15,23): judíos y griegos, esclavos y hombres
libres (cf. 1 Co 12,13; Ga 3,28), cuya diversidad de
origen y condición social no disminuye la dignidad de cada uno, ni excluye a
nadie de la pertenencia al Pueblo de Dios. Por ello, la comunidad cristiana es
el lugar de la comunión vivida en el amor entre los hermanos (cf. Rm
12,10; 1 Ts 4,9; Hb 13,1; 1 P1,22; 2 P
1,7).
Todo esto demuestra cómo la Buena Nueva de Jesucristo, por la que
Dios hace «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5),[3] también es capaz de redimir las relaciones entre los
hombres, incluida aquella entre un esclavo y su amo, destacando lo que ambos
tienen en común: la filiación adoptiva y el vínculo de fraternidad en Cristo. El
mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no
sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he
oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
- Múltiples rostros de la esclavitud de entonces y de ahora
3. Desde tiempos inmemoriales, las diferentes
sociedades humanas conocen el fenómeno del sometimiento del hombre por parte del
hombre. Ha habido períodos en la historia humana en que la institución de la
esclavitud estaba generalmente aceptada y regulada por el derecho. Éste
establecía quién nacía libre, y quién, en cambio, nacía esclavo, y en qué
condiciones la persona nacida libre podía perder su libertad u obtenerla de
nuevo. En otras palabras, el mismo derecho admitía que algunas personas podían o
debían ser consideradas propiedad de otra persona, la cual podía disponer
libremente de ellas; el esclavo podía ser vendido y comprado, cedido y adquirido
como una mercancía.
Hoy, como resultado de un desarrollo positivo de la conciencia de
la humanidad, la esclavitud, crimen de lesa humanidad,[4] está oficialmente abolida en el mundo. El derecho de toda
persona a no ser sometida a esclavitud ni a servidumbre está reconocido en el
derecho internacional como norma inderogable.
Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado
diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha
dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay millones
de personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades– privados de su
libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud.
Me refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso
menores, oprimidos de manera formal o informal en todos los sectores, desde
el trabajo doméstico al de la agricultura, de la industria manufacturera a la
minería, tanto en los países donde la legislación laboral no cumple con las
mínimas normas y estándares internacionales, como, aunque de manera ilegal, en
aquellos cuya legislación protege a los trabajadores.
Pienso también en las condiciones de vida de muchos
emigrantes que, en su dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de
la libertad, despojados de sus bienes o de los que se abusa física y
sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su destino después de un viaje
durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos en condiciones a veces
inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la clandestinidad por diferentes
motivos sociales, políticos y económicos, y en aquellos que, con el fin de
permanecer dentro de la ley, aceptan vivir y trabajar en condiciones
inadmisibles, sobre todo cuando las legislaciones nacionales crean o permiten
una dependencia estructural del trabajador emigrado con respecto al empleador,
como por ejemplo cuando se condiciona la legalidad de la estancia al contrato de
trabajo… Sí, pienso en el «trabajo esclavo».
Pienso en las personas obligadas a ejercer la
prostitución, entre las que hay muchos menores, y en los esclavos y
esclavas sexuales; en las mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son
vendidas con vistas al matrimonio o en las entregadas en sucesión, a un familiar
después de la muerte de su marido, sin tener el derecho de dar o no su
consentimiento.
No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son
víctimas del tráfico y comercialización para la extracción de órganos,
para ser reclutados como soldados, para la mendicidad, para
actividades ilegales como la producción o venta de drogas, o
paraformas encubiertas de adopción internacional.
Pienso finalmente en todos los secuestrados y encerrados en
cautividad por grupos terroristas, puestos a su servicio como
combatientes o, sobre todo las niñas y mujeres, como esclavas sexuales. Muchos
de ellos desaparecen, otros son vendidos varias veces, torturados, mutilados o
asesinados.
- Algunas causas profundas de la esclavitud
4. Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se
encuentra una concepción de la persona humana que admite el que pueda ser
tratada como un objeto. Cuando el pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja
de su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se ven como seres de la misma
dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad, sino como objetos. La
persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, queda privada de la
libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de otro, con la fuerza, el
engaño o la constricción física o psicológica; es tratada como un medio y no
como un fin.
Junto a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro–
hay otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud. Me
refiero en primer lugar a lapobreza, al subdesarrollo y a la exclusión,
especialmente cuando se combinan con lafalta de acceso a la educación o
con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes,
oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas de la trata y de la
esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de un estado de
pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer
después en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos. Estas
redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas para embaucar a
jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
Entre las causas de la esclavitud hay que incluir también
la corrupción de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para
enriquecerse. En efecto, la esclavitud y la trata de personas humanas requieren
una complicidad que con mucha frecuencia pasa a través de la corrupción de los
intermediarios, de algunos miembros de las fuerzas del orden o de otros agentes
estatales, o de diferentes instituciones, civiles y militares. «Esto sucede
cuando al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la
persona humana. Sí, en el centro de todo sistema social o económico, tiene que
estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del
universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta
trastocación de valores».[5]
Otras causas de la esclavitud son los conflictos armados,
la violencia, el crimen y elterrorismo. Muchas
personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas como combatientes o
explotadas sexualmente, mientras que otras se ven obligadas a emigrar, dejando
todo lo que poseen: tierra, hogar, propiedades, e incluso la familia. Éstas
últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas terribles condiciones
aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el riesgo de entrar de
ese modo en ese círculo vicioso que las convierte en víctimas de la miseria, la
corrupción y sus consecuencias perniciosas.
- Compromiso común para derrotar la esclavitud
5. Con frecuencia, cuando observamos el fenómeno
de la trata de personas, del tráfico ilegal de los emigrantes y de otras formas
conocidas y desconocidas de la esclavitud, tenemos la impresión de que todo esto
tiene lugar bajo la indiferencia general.
Aunque por desgracia esto es cierto en gran parte, quisiera
mencionar el gran trabajo silencioso que muchas congregaciones
religiosas, especialmente femeninas, realizan desde hace muchos años en
favor de las víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos difíciles, a veces
dominados por la violencia, tratando de romper las cadenas invisibles que tienen
encadenadas a las víctimas a sus traficantes y explotadores; cadenas cuyos
eslabones están hechos de sutiles mecanismos psicológicos, que convierten a las
víctimas en dependientes de sus verdugos, a través del chantaje y la amenaza, a
ellos y a sus seres queridos, pero también a través de medios materiales, como
la confiscación de documentos de identidad y la violencia física. La actividad
de las congregaciones religiosas se estructura principalmente en torno a tres
acciones: la asistencia a las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto
psicológico y formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de
origen.
Este inmenso trabajo, que requiere coraje, paciencia y
perseverancia, merece el aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad. Pero,
naturalmente, por sí solo no es suficiente para poner fin al flagelo de la
explotación de la persona humana. Se requiere también un triple compromiso a
nivel institucional de prevención, protección de las víctimas y persecución
judicial contra los responsables. Además, como las organizaciones criminales
utilizan redes globales para lograr sus objetivos, la acción para derrotar a
este fenómeno requiere un esfuerzo conjunto y también global por parte de los
diferentes agentes que conforman la sociedad.
- Los Estados deben vigilar para que su legislación nacional en materia de migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y comercialización de los productos elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad de la persona. Se necesitan leyes justas, centradas en la persona humana, que defiendan sus derechos fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados, rehabilitando a la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas normas, que no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso que se reconozca también el papel de la mujer en la sociedad, trabajando también en el plano cultural y de la comunicación para obtener los resultados deseados.
- Las organizaciones intergubernamentales, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, están llamadas a implementar iniciativas coordinadas para luchar contra las redes transnacionales del crimen organizado que gestionan la trata de personas y el tráfico ilegal de emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes niveles, que incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial.
- Las empresas,[6] en efecto, tienen el deber de garantizar a sus empleados condiciones de trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han de vigilar para que no se produzcan en las cadenas de distribución formas de servidumbre o trata de personas. A la responsabilidad social de la empresa hay que unir la responsabilidad social del consumidor. Pues cada persona debe ser consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de económico».[7]
- Las organizaciones de la sociedad civil, por su parte, tienen la tarea de sensibilizar y estimular las conciencias acerca de las medidas necesarias para combatir y erradicar la cultura de la esclavitud.
En los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de
las víctimas de la trata de personas y la voz de las congregaciones religiosas
que las acompañan hacia su liberación, ha multiplicado los llamamientos a la
comunidad internacional para que los diversos actores unan sus esfuerzos y
cooperen para poner fin a esta plaga.[8] Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de
dar visibilidad al fenómeno de la trata de personas y facilitar la colaboración
entre los diferentes agentes, incluidos expertos del mundo académico y de las
organizaciones internacionales, organismos policiales de los diferentes países
de origen, tránsito y destino de los migrantes, así como representantes de
grupos eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero que estos esfuerzos
continúen y se redoblen en los próximos años.
- Globalizar la fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia
6. En su tarea de «anuncio de la verdad del amor
de Cristo en la sociedad»,[9] la Iglesia se esfuerza constantemente en las acciones de
carácter caritativo partiendo de la verdad sobre el hombre. Tiene la misión de
mostrar a todos el camino de la conversión, que lleve a cambiar el modo de ver
al prójimo, a reconocer en el otro, sea quien sea, a un hermano y a una hermana
en la humanidad; reconocer su dignidad intrínseca en la verdad y libertad, como
nos lo muestra la historia de Josefina Bakhita, la santa proveniente de la
región de Darfur, en Sudán, secuestrada cuando tenía nueve años por traficantes
de esclavos y vendida a dueños feroces. A través de sucesos dolorosos llegó a
ser «hija libre de Dios», mediante la fe vivida en la consagración religiosa y
en el servicio a los demás, especialmente a los pequeños y débiles. Esta Santa,
que vivió entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de esperanza[10] para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo
en los esfuerzos de todos aquellos que se dedican a luchar contra esta «llaga en
el cuerpo de la humanidad contemporánea, una herida en la carne de Cristo».[11]
En esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y
responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se encuentran en
un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto comunitaria como personalmente,
cómo nos sentimos interpelados cuando encontramos o tratamos en la vida
cotidiana con víctimas de la trata de personas, o cuando tenemos que elegir
productos que con probabilidad podrían haber sido realizados mediante la
explotación de otras personas. Algunos hacen la vista gorda, ya sea por
indiferencia, o porque se desentienden de las preocupaciones diarias, o por
razones económicas. Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo,
participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que
son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una
sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos,
cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar
nuestras vidas en relación con esta realidad.
Debemos reconocer que estamos frente a un fenómeno mundial que
sobrepasa las competencias de una sola comunidad o nación. Para derrotarlo, se
necesita una movilización de una dimensión comparable a la del mismo fenómeno.
Por esta razón, hago un llamamiento urgente a todos los hombres y mujeres de
buena voluntad, y a todos los que, de lejos o de cerca, incluso en los más altos
niveles de las instituciones, son testigos del flagelo de la esclavitud
contemporánea, para que no sean cómplices de este mal, para que no aparten los
ojos del sufrimiento de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de
libertad y dignidad, sino que tengan el valor de tocar la carne sufriente de
Cristo,[12] que se hace visible a través de los numerosos rostros de
los que él mismo llama «mis hermanos más pequeños» (Mt 25,40.45).
Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho
con tu hermano? (cf. Gn 4,9-10). La globalización de la indiferencia,
que ahora afecta a la vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos
artífices de una globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé
esperanza y los haga reanudar con ánimo el camino, a través de los problemas de
nuestro tiempo y las nuevas perspectivas que trae consigo, y que Dios pone en
nuestras manos.
Vaticano, 8 de diciembre de 2014
FRANCISCO
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