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jueves, 15 de enero de 2015

Los nuevos cardenales Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

Es típica la audacia de los que se consideran periodistas, rayana en la osadía, para interpretar y glosar el sentido de las decisiones de los que ejercen poder decisorio, tanto en el terreno civil como el religioso. No es lo mismo intentar dar sentido a un evento fortuito, no dependiente directamente de la decisión voluntaria de un solo agente, sino de muchos, o de múltiples variables difíciles de conocer, aislar y analizar. Acontecimientos como una guerra global, o una crisis económica, o una decadencia socio-política de larga duración. En todas estas situaciones, pienso que es posible, y hasta útil, y, a veces, necesaria, la sabia y entendida mediación del especialista que ponga al lector en antecedentes, y, sobre todo, lo informe de las diferentes pautas que hay que tener en cuenta.
Pero esto no sucede cuando la decisión a comentar o interpretar es exclusiva, no por casualidad, sino por la esencia de la cosa, de una sola persona. Es el caso que comento en este artículo. El Papa, al elevar a un fiel católico al cardenalato, ejerce una autoridad exclusiva, sin participación, sin obligatoriedad, ni necesidad siquiera necesidad o utilidad, de que a la decisión preceda una consulta, o una petición de parecer, o una especie de sondeo, para que los elegidos a tan alto servicio en la Iglesia sean los adecuados y no sean causa posterior de sobresalto o vergüenza para el que los nombró, en este caso, el Papa. Es evidente que antes de los nombramientos, y cuanto más notorios y elevados, más, es necesaria una discreta acción de información y de recogida de datos. Pero también es lógico que esta información responde a cada uno de los posibles elegidos, individualmente, sin que el Papa necesite sondear, en un pequeño o grande comité, el tipo de cardenal o purpurado que ahora se necesita en la Iglesia.
Me ha llamado mucho la atención la sorpresa, expresada por algunos, de que entre los nuevos cardenales electores, solo uno, el actual presidente de la Signatura Apostólica, especie de Tribunal Supremo de la Sede romana, Mons. Raymond Leo Burke, sea miembro de la curia. Y yo veo, o mejor, sospecho, una desviación en la consideración de la misión de los cardenales. Siguen habiendo eclesiásticos que consideran el cardenalato como la cúspide del poder en la Iglesia, por la cercanía y la familiaridad con el Papa. De lo que deducen que es lógico y comprensible, y hasta deseable, que los cardenales, un buen número por lo menos, sean miembros de la Curia Romana, que es el alto organismo de dirección de la Iglesia. Yo ya he respondido a este, para mí, falso supuesto, afirmando que para ser un burócrata curial no es preciso ser obispo, mucho menos arzobispo, y, consecuentemente, ¿por qué cardenal?
Tengo entendido, o eso me pareció, al estudiar la Historia de la Iglesia, con una sana y lúcida mezcla de la Liturgia Romana, que los cardenales vienen, o venían a ser, una especie de canónigos de la Iglesia de Roma, y por eso todos ellos, aunque no residan en la ciudad del Tiber, ostentan el título de una de las parroquias romanas. Y así se consideró mientras funcionó la percepción de que el título esencial del elegido para Sumo Pontífice, era el de Obispo de Roma. En este sentido, no hace falta recordar la anécdota de la tarde de la presentación del nuevo papa en al balcón de la Basílica Vaticana: “Estos cardenales han ido al fin del mundo para elegir al obispo de Roma”. Esta frase tenía, además de un fuerte sentido teológico, una nítida resonancia Conciliar, y podría explicar, perfectamente, el hecho, indiscutible, de que el perfil, como ahora se dice, de los nuevos cardenales, se acerque más al estilo pastoral que al de Gobierno, o alta dirección de la Iglesia a nivel internacional. (El caso de Blázquez es muy característico, pero no hace falta recurrir al sentido reivindicativo de Francisco para encontrar la mejor explicación. El apunte de cardenales pastorales, verdaderos colaboradores del obispo de Roma, que he descrito un poco más arriba, sería suficiente, sin caer ni merodear en maldades eclesiásticas).

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