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Pocos días después de la elección de Francisco comenzaron las comparaciones del papa argentino con Benedicto XVI y Juan XXIII: con el primero, destacando las diferencias; con el segundo, los parecidos, que han vuelto a manifestarse con motivo de la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II el próximo 27 de abril. Se refieren a la cálida y espontánea corriente de comunicación de ambos con el público. La campechanía de Juan XXIII rompía con el hieratismo de su predecesor Pío XII. La sencillez de Francisco contrasta con el gusto por el protocolo de Benedicto XVI.
El parecido se aprecia también en la avanzada edad en el momento de la elección papal de ambos: 77 años, que, no obstante, se disimulan por la vitalidad, la creatividad y los gestos llenos de humanidad poco acordes con los títulos que ostentan: sumo pontífice de la Iglesia universal, vicario de Cristo, santo padre, sucesor del príncipe de los apóstoles, soberano del Estado de la ciudad del Vaticano, etcétera. A ello hay que sumar su permanente capacidad de sorpresa. En la Navidad de 1958, Juan XXIII, recién elegido papa, visitó el Hospital del Niño Jesús para niños con poliomielitis y la cárcel Regina Coeli, junto al Tíber, donde abrazó a un preso condenado por asesinato que antes le había preguntado si había perdón para él. Se reunió con un grupo de personas discapacitadas y con otro grupo de chicos de un orfanato. Luego se encontró con el arzobispo de Canterbury, Geoffrey F. Fissher, y recibió a Rada Kruchev, hija del presidente de la URSS, y a su esposo.
Francisco no ha dejado de sorprender desde que abandonó su Buenos Aires querido y fue elegido papa con gestos significativos: renuncia a vivir en el Vaticano; cese de obispos por llevar una vida escandalosamente antievangélica; auditoría externa para investigar la corrupción del Banco Vaticano; disponibilidad a revisar la normativa sobre la exclusión de la comunión eucarística a los católicos divorciados y vueltos a casar; viaje a Lampedusa y grito indignado de “¡Vergüenza!” como denuncia por los cientos de inmigrantes muertos y desaparecidos ante la indiferencia de Europa; respeto a las diversas identidades sexuales, etcétera. Recientemente nos ha vuelto a sorprender al celebrar el día del “Amor fraterno” en un centro de personas discapacitadas de diferentes continentes, religiones, culturas y etnias, donde se ha arrodillado y lavado los pies a 12 de ellas. El ejemplo no es baladí: queda fijado primero en la retina, luego en la mente y debe traducirse en una práctica compasiva y solidaria, si no quiere convertirse en rutina.
Bergoglio es igualmente consciente de estar viviendo un tiempo nuevo
Pero, a mi juicio, las semejanzas entre Juan XXIII y Francisco van más allá de su talante y de sus gestos. La sintonía se manifiesta en su espíritu reformador del cristianismo con la mirada puesta en el Evangelio desde la opción por el mundo de la exclusión y el compromiso por la liberación de los empobrecidos. Juan XXIII y Francisco coinciden en la necesidad de construir una “Iglesia de los pobres”. El papa Roncalli fue el primero en utilizar esta expresión en un mensaje radiofónico el 11 de setiembre de 1962: “De cara a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos, y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. La idea apenas tuvo eco en el aula conciliar, pero se hizo realidad en las decenas de miles de comunidades eclesiales de base que surgieron en América Latina y otros continentes, y en la teología de la liberación, que la convirtió en santo y seña del cristianismo liberador.
Francisco expresó el mismo deseo en una rueda de prensa multitudinaria con periodistas que habían seguido el cónclave, a quienes contó algunas interioridades del mismo. Cuando hubo logrado los dos tercios de los votos, el cardenal Claudio Humes, arzobispo emérito de São Pâulo, le abrazó, le besó y le dijo: “No te olvides de los pobres”. Tras esta confesión y en un arranque de sinceridad, les dijo a los periodistas: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”. Adquiría así públicamente un compromiso que le obligaba a hacer realidad aquel deseo. ¿Lo hará?
Juan XXIII era consciente de que la humanidad estaba viviendo un cambio de era y la Iglesia católica no podía volver a perder el tren de la historia, sino que debía caminar al ritmo de los tiempos. Era necesario poner en marcha un proceso de transformación de la Iglesia universal en sintonía con las transformaciones que se sucedían en la esfera internacional. Francisco es igualmente consciente de estar viviendo un tiempo nuevo, lo que le exige dejar atrás los últimos 40 años de involución eclesial que pesan como una losa y activar una nueva primavera en la Iglesia en sintonía con las primaveras que vive hoy el mundo: la primavera árabe, el movimiento de los indignados, los Foros Sociales Mundiales, etcétera. Bergoglio tiene un compromiso con la historia que no puede eludir: ¡primavera eclesial, ya! ¿Lo cumplirá?
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Invitación a la utopía (Trotta, 2102) y Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica (Fragmenta, 2013).
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