Cuando en la vida pública se habla de violencia sólo se piensa en la agresión física, no en la violencia moral que oprime el ánimo, daña la mente y enferma el espíritu; esa violencia que, cuando es grave y sostenida, percute intensamente la violencia material. Sin embargo aquélla, la violencia moral, pese a que la ley penal la reconoce en la coacción, en la sevicia o en la extorsión tiene escasa repercusión al lado de la física pese a que a menudo socava gravemente la paz en el trato ordinario de la pareja o la deseable en la convivencia de la sociedad en general.
Se condenan y señalan fácilmente el insulto o la afrenta verbal, pero no se condenan ni se castigan la opresión o la ofensa que encierran la mentira, el engaño, el cinismo y el abuso de poder. Y resulta prácticamente inoperante la denuncia de esas actitudes y conductas ante un juez o tribunal como inductoras de violencia de ambas clases.
Para despejar la incógnita de si son posibles cambios profundos en la sociedad española sin recurrir a la violencia, no hay más remedio que empezar por asentar la premisa de que la violencia moral es la causa de la causa de la violencia física en la mayoría de los casos, en correspondencia con la ley de la física acción-reacción. La conocida como “violencia de género” responde a menudo al mismo binomio, y la historia general es precisamente una sucesión de ejemplos de esta naturaleza en la que tal ley se transmuta en ley social.
Violencia moral hay en el acaparamiento del dinero y en la súbita riqueza en perjuicio de los que sufren gravísimas carencias. Violencia moral hay en el menosprecio de la inteligencia común. Violencia moral hay en mentir a la ciudadanía y en la torpe intención de engañarla. La peor violencia moral es la que emana de las propias instituciones y de los poderes públicos, la que encierran formas desmañadas de hacer justicia para no perjudicar el interés de los poderosos ni a ellos mismos, siendo en cambio implacable con los socialmente débiles…
La sociedad española necesita cambios, cambios muy profundos. Pero todos pasan por un cambio de mentalidad, un cambio en la manera de pensar y especialmente de pensar la vida pública. Tanto por parte de los gobernantes como de los gobernados. La mentalidad es decisiva. Entiendo por mentalidad un conjunto de ideas culturales, un sentido de las cosas, un tipo de sensibilidad que está ahí pero ni siquiera aspira a extenderse. Es la ideología la que quiere imponerse. La mentalidad precede a la ideología y se distingue de ésta porque es más honda, excluye los clichés y las consignas y va asociada a la más sensibilidad, concepto más abstracto. Pero ocurre que los cambios de mentalidad son lentos, medidos en lustros, décadas o siglos. Mucho más lentos en las clases dirigentes que en la masa ciudadana. La ley escrita y la función de las instituciones oficiales se retrasan siempre respecto a costumbres y necesidades materiales y morales del individuo. Por eso los cambios verdaderamente efectivos sólo pueden producirse por una suerte de sinergia entre las élites y las clases populares. Si no se produce esa sinergia, resulta inevitable la confrontación entre el poder y los poderdantes constituidos en “pueblo”.
Para que en España haya un asomo de sinergia y cambio de mentalidad, el primer gesto de la clase política debiera ser (obviando ante todo el rechazo y superación de la corrupción generalizada) reducirse significativamente su retribución, suprimir el aforamiento y otros privilegios. El segundo, y ya que preocupa tanto la protocolaria condena de la violencia etarra y otras, condenar solemnemente esa misma clase toda presión, toda injerencia, toda influencia en el desempeño de su función, sobre el poder judicial. Sólo así se aplacarían los ánimos de las masas ciudadanas. Ya que se ven obligadas a soportar la mayor carga de la crisis, la sobriedad de sus dirigentes y políticos les exhortaría a sobrellevarla con menos frustración y violencia. Si eso se llevase a cabo efectivamente, podríamos decir que empezaba una nueva aurora, un país con nueva mentalidad; un país que habría superado la peor crisis vista con perspectiva histórica: la que encierra la decadencia antesala de la decrepitud política y social que vertiginosamente planea sobre las cabezas de la mayoría. Los siguientes pasos se darían por sí solos. Los países europeos a los que miramos a menudo con secreta envidia han seguido a lo largo del tiempo más o menos esas transformaciones.
Esos países, a diferencia de lo que sucede en España donde ni la guerra civil ni la dictadura han sido realmente selladas, han conservado además en la memoria genética dos pavorosas guerras mundiales que les ha servido de escarmiento. Aquí sólo ha escarmentado más de medio país. En los países europeos la violencia material es prácticamente inexistente. Cada ciudadano es policía de la mentalidad reinante. España, mejor dicho, sus políticos, la prensa y demás medios audiovisuales, puesto que estos últimos se dedican tanto o más a opinar que a informar, debieran firmar un pacto conjunto para promover cuanto antes esos cambios institucionales y sobre todo y por encima de todo, a marchas forzadas, un cambio de mentalidad…
10 Abril 2014
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