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lunes, 14 de abril de 2014

Silencio vergonzoso y cobarde de nuestros obispos Álvaro Ruiz de Vergara

Que nadie se extrañe, ni espante, de la dureza de mis palabras. Acabo de leer un artículo en Religión Digital, (RD), de su director José Manuel Vidal, en el que comenta el silencio de los obispos sobre las palabras que se oyeron en la homilía del mal llamado Funeral de Estado, (me remito a lo que he escrito sobre este tema), sobre la guerra civil española, sus causas, y las similitudes encontradas con la situación de hoy. Y añade, que “obispos afines a Blázquez no se reconocen en la homilía que dio Rouco”, como también aseguró que «a veces el silencio de los obispos es más significativo que las palabras, y en este caso no es un silencio que calla y otorga, sino todo lo contrario, es de desaprobación».
Lo que voy a escribir no se refiere solo, ni de modo determinante, a este caso. Quiero hacer una reflexión sobre el modo cómo nuestros obispos gestionan su prudencia, su solidaridad a los colegas en el episcopado, y su falso, falsísimo, sentido de lo que llaman “comunión” eclesial, y, todavía más, como es lógico, tratándose de lo que algunos llamarán “comunión episcopal”. (Quiero dejar bien claro que se puede ser sincero y claro sin ser desleal, algo que yo no quiero ser con mi obispo D. Antonio María. Por eso insisto en que lo que pienso es para todas las relaciones entre obispos, y la posibilidad o no de comentarios críticos de unos sobre las declaraciones y opiniones de los ostros, cuando éstas sean públicas).
La misión episcopal es una de las más nobles y dignas tareas a la que puede dedicarse un cristiano. Es, evidentemente, una tarea pastoral, que dice y trata, sobre todo, de la relación de un pastor con su rebaño, tomados los dos términos en el sentido bíblico, que no tiene ninguna connotación peyorativa de borreguismo o seguidismo acrítico. El obispo es el que anuncia a sus fieles, con autoridad, el Kerigma, es decir, a Cristo resucitado como fuente de Vida, de Salvación y de Sentido en la existencia. Se debe, sobre todo, a sus fieles, mucho más que a sus pares. La camaradería episcopal no tiene por qué ser una de las notas más predominantes en la pastoral episcopal.
Además es preciso, y no debería ser necesario, recordar que el Evangelio, y la Palabra de Dios, en general, sigue siendo la norma principal del comportamiento del cristiano, también del obispo. Así que señalaré brevemente algunos rasgos llamativos en el modo de comportarse de Jesús y de los apóstoles:

Jesús no se inhibía, o así nos los presentan los evangelistas, que es lo mismo, cuando quería decir algo claro y que no dejara dudas. Así llamaba “hipócritas, sepulcros blanqueados, coláis el mosquito y os tragáis el camello”, a los sumos sacerdotes, escribas y fariseos, y no se cortaba nada de mandar “decir a esa zorra”, lo que fuera, refiriéndose al rey Herodes. Y que el compromiso con la verdad de Jesús, por encima de la pulidez de las formas, era incuestionable, nos los confirma la escena de su indignación contra los jefes del templo de Jerusalén cuando, harto de los abusos, derriba mesas y puestos comerciales del chiringuito que, con permiso de los jerifaltes del culto judío, habían montado los mercaderes en el patio de los gentiles. Y no olvidemos que uno de los mayores insultos proferidos contra un papa lo pronunció Jesús, al llamar “Satanás” a Pedro: “apártate, Satanás”. (Mt 16-23)
Igual comportamiento encontramos en los apóstoles, y, de modo general, en la Iglesia primitiva. No solo discutían con vehemencia, como comprobamos en el relato del así llamado Concilio de Jerusalén, sino que no tuvieron ningún problema en contarlo, como podemos leer en “Los Hechos de los Apóstoles”. No escondían nada. Como cuando Pablo, enfadado por la tardanza de Marcos en una de las misiones itinerantes, aun sin culpa por parte del compañero, pidió, y no lo ocultaron, “que no le mandaran más ese muchacho a otra misión”. Se trataba, evidentemente, de una muestra de intolerancia del todavía joven Pablo, pero sucedieron ambas cosas: que la tuvo públicamente, y que no la ocultaron. ¡Igualito que las diferencias entre nuestros obispos!.
Pedro, Pablo y Santiago no tuvieron empacho en mantener sus opiniones y posicionamientos aun con cierta tirantez. Y cuando Pedro quiso ocultar su excesivo temor a los conservadores de Jerusalén, Pablo no lo entendió como prudencia, sino como cobardía y mal ejemplo. Y, en medio de la asamblea, (“delante de todos”, dice el texto), se lo afeó. (Gal 2, 11-14).

Si Pablo no tiene reparo en abroncar a Pedro delante de los fieles, y no solo entre apóstoles, ¿por qué nuestros obispos tienen tantos remilgos entre ellos, o así lo parece, que es igual, y no hacen partícipes al pueblo fiel de sus diferencias y discusiones? ¿Es que nos íbamos a escandalizar? Más bien nos escandaliza la actitud medrosa, y la continua búsqueda de lo políticamente correcto en las relaciones entre prelados. Eso no tiene nada de evangélico. Habría que pedir a Roma, que por ahora es la que marca la elección de obispos, que obsequiara al pueblo de Dios, para ese ministerio, más que de hombres correctos y cumplidores, de carrera, de hombres evangélicos, sabios, prudentes, sí, pero valientes, más preocupados con la verdad que con oscuros intereses de cuerpo. Pienso que el pueblo fiel tiene derecho a ser pastoreado por hombres recios en sus actitudes, por encima de una pulida, aunque hipócrita corrección, mal entendida como educada.
Artículo del blog “El guardián dle Aréopago”

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