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El 50 aniversario del golpe militar, por la violencia que implicó, ahora debidamente aclarada por la Comisión Nacional de la Verdad, no puede dejar indiferente a ningún ciudadano honesto. Importa señalar claramente que el asalto al poder fue un crimen contra la constitución y una usurpación de la soberanía popular, fuente del derecho en un Estado democrático. El primer Acto Institucional del 9/4/1964 negó este principio de la soberanía popular al declarar que “la revolución victoriosa como Poder Constituyente se legitima por sí misma”.
Ningún poder se legitima por sí mismo; lo hacen solo los dictadores, que pisotean cualquier derecho. El golpe militar configuró la ocupación violenta de todos los aparatos del Estado para, desde ellos, montar un orden regido por actos institucionales, por la represión y por el Estado de terror.
Bastaba sospechar que alguien era subversivo para ser considerado como tal. Incluso detenidos y secuestrados por equivocación, como inocentes campesinos, fueron maltratados y torturados. Muchos no resistieron y su muerte equivale a un asesinato. No debemos dejar en el olvido a los 246 campesinos muertos o desaparecidos entre 1964-1979. Y ahora se está descubriendo la eliminación de muchos indígenas, considerados una traba para el crecimiento económico. Sobre algunos de ellos fueron lanzadas bombas de napalm.
Lo que los militares cometieron fue un crimen de lesa patria. Alegan que se trataba de un estado de guerra, una parte queriendo imponer el comunismo y la otra defendiendo el orden democrático. Esta alegación no se sostiene. El comunismo nunca representó entre nosotros una amenaza real pues cualquier manifestación en este sentido fue brutalmente reprimida, no sin el apoyo de la CIA norteamericana. En la histeria del tiempo de la guerra fría, todos los que querían reformas en la perspectiva de los históricamente condenados y ofendidos –las grandes mayorías obreras y campesinas– eran pronto tachados de comunistas y de marxistas, aunque fuesen obispos como el insospechable dom Helder Câmara.
Contra ellos no solo había vigilancia, sino para muchos persecución, prisión, interrogatorio humillante, el pau-de-arara feroz, los ahogamientos desesperantes. Los “suicidios” alegados malamente camuflaban el puro y simple asesinato. En nombre del combate contra el peligro comunista, se asumió la práctica comunista-estalinista de la brutalización de los detenidos. En algunos casos se incorporó el método nazi de incinerar cadáveres como admitió el ex-agente del Dops de São Paulo, Cláudio Guerra. Causa espanto y hasta constituye un problema filosófico la falta de remordimientos que el coronel reformado Paulo Magalhães manifestó recientemente a la Comisión Nacional de la Verdad por haber actuado en la Casa de la Muerte de Petrópolis, haber torturado, asesinado, mutilado cadáveres y haber ocultado el cuerpo del diputado Rubens Paiva.
Rudolf Höss, comandante del campo de exterminio nazi de Auschwitz, que según los propios cálculos de su autobiografía mandó a las cámaras de gas a cerca de un millón de judíos, tampoco mostraba ningún arrepentimiento. Se divertía disparando al azar sobre los prisioneros y lloraba como un niño al llegar a casa y saber que su pajarito preferido había muerto. Es el misterio de la iniquidad.
El Estado dictatorial militar, por más obras que haya realizado (“el milagro económico” fue una apropiación de solamente el 10% de la población, los más ricos, en el marco de un espantoso derroche salarial), hizo retroceder política y culturalmente a Brasil. Expulsó u obligó a exiliarse a nuestras más brillantes inteligencias y a nuestros artistas más creativos. Ahogó a líderes políticos y dio ocasión a la aparición de súcubos que, oportunistas y desprovistos de ética y de brasilidad, se vendieron al poder dictatorial a cambio de beneficios que iban desde estaciones de radio a canales de televisión. Muchos de ellos están ahí, políticamente activos y ocupando altos cargos de la administración del Estado democrático.
Los que dieron el golpe de Estado deben ser responsabilizados moralmente por ese crimen colectivo contra el pueblo brasilero, como varios juristas lo están pidiendo. Los militares se imaginan que fueron ellos los principales protagonistas de esta hazaña nada gloriosa. En su indigencia analítica, mal sospechan que fueron de hecho usados por fuerzas mucho mayores que las suyas. Lo dijo recientemente Tarso Genro, gobernador de Rio Grande do Sul, en una entrevista al Boletín Carta Mayor (30/3/2014): “Los militares no se apropiaron directamente del poder para ellos mismos. Fue un proyecto político de los sectores más conservadores y reaccionarios (burguesía nacional y los latifundistas) que tuvieron en las fuerzas armadas un apoyo y un protagonismo muy grande”.
René Armand Dreifuss escribió en 1980 su tesis de doctorado en la Universidad de Glasgow con el título: 1964: La conquista del Estado, acción política, poder y golpe de clase (Vozes 1981). Se trata de un libro de 814 páginas 326 de las cuales son copias de documentos originales. A través de estos documentos queda demostrado que lo que hubo en Brasil no fue un golpe militar, sino un golpe de clase con uso de la fuerza militar.
A partir de los años 60 del pasado siglo, se formó el complejo IPES/IBAD/GLC. Explico: el Instituto de Pesquisas y Estudios Sociales (IPES), el Instituto Brasilero de Acción Democrática (IBAD) y el Grupo de Levantamiento y Coyuntura (GLC). Conformaban una red nacional que difundía ideas golpistas, compuesta por grandes empresarios multinacionales, nacionales, algunos generales, banqueros, órganos de imprenta, periodistas, intelectuales, la mayoría listados en el libro de Dreifuss. Lo que los unificaba, dice el autor «eran sus relaciones económicas multinacionales y asociadas, su posicionamiento anticomunista y su ambición de readecuar y reformular el Estado» (p.163) para que fuese funcional a sus intereses corporativos. El inspirador de este grupo fue el maquiavélico general Golbery de Couto y Silva que ya «en 1962 preparaba un trabajo estratégico sobre el asalto al poder» (p.186).
La conspiración pues estaba en marcha desde hacía bastante tiempo. Aprovechándose de la confusión política creada en torno a la renuncia del Presidente Jânio Quadros y de la obstinada oposición al Presidente João Goulart, que proponía reformas de base y principalmente la reforma agraria, y era considerado por eso como el portador del proyecto comunista, este grupo vio la ocasión propicia para realizar su proyecto. Llamó a los militares para dar el golpe y tomar por asalto el Estado. Fue, por tanto, un golpe de la clase dominante, nacional y multinacional, usando el poder militar.
Concluye Dreifuss: «Lo ocurrido el 31 de marzo de 1964 no fue un mero golpe militar; fue un movimiento civil-militar; el complejo IPES/IBAD y oficiales de la ESG (Escuela Superior de Guerra) organizaron la toma del poder del aparato del Estado» (p. 397).
Específicamente afirma: «La historia del bloque de poder multinacional y asociados empezó el 1º de abril de 1964, cuando los nuevos intereses se volvieron realmente intereses del Estado, readecuando el régimen y el sistema político y reformulando la economía al servicio de sus objetivos» (p.489). Todo el aparato de control y de represión era activado en nombre de la Seguridad Nacional que en realidad significaba la Seguridad del Capital.
Los militares inteligentes y nacionalistas de hoy deberían darse cuenta de cómo fueron pérfidamente usados por aquellas élites oligárquicas y anti-populares que no buscaban satisfacer los intereses generales de Brasil sino alimentar su voracidad particular de acumulación protegidos bajo el régimen autoritario de los militares.
La Comisión Nacional de la Verdad prestaría un servicio clarificador al país si trajese a la luz toda esta trama. Cumpliría simplemente con su misión de ser Comisión de la Verdad completa. No solo de la verdad de hechos individualizados de violencia contra los derechos humanos, sino de la verdad del hecho principal de la dominación de una clase poderosa, antinacional, asociada a la multinacional, para bajo la égida del poder arbitrario de los militares realizar tranquilamente sus objetivos corporativos y excluyentes. Esto nos costó 21 años de humillación, de privación de la libertad, perpetró asesinatos y desapariciones e impuso un costoso padecimiento colectivo.
Finalmente, cabe oír las palabras de la abogada Rosa Cardoso, abogada y defensora de la prisionera política Dilma Rousseff y hoy integrante de la Comisión Nacional de la Verdad en una entrevista al Boletín Carta Mayor del 20/02/2014: «Primero quiero decir que hasta hoy las Fuerzas Armadas deben una petición de perdón a la sociedad brasilera, con lo cual estarían asumiendo una posición civilizada y democrática, que es a fin de cuentas lo que se espera de los militares en el siglo XXI. Lamentablemente hasta ahora no hemos recibido ningún indicio, ningún mensaje que nos indique que por parte de los militares hay ese deseo de pedir disculpas y de hacer una autocrítica política sobre su comportamiento». Esta deuda la tienen con todo el pueblo brasilero y un día deberán saldarla.
Hoy, primero de abril de 2014, 50 años después del golpe civil-militar, es un día de llanto por las víctimas de la represión pero también un día de ánimo porque la crueldad no puede sofocar el sentimiento de dignidad ni abatir los ideales democráticos que triunfaron y están afirmándose más y más en nuestra conciencia nacional.
Dedico este artículo a mi compañero de seminario Arno Preis, lleno de hambre de justicia, muerto en Paraiso do Norte-GO el día 15 de febrero de 1972.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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