ecleSALia 17 de marzo de 2014
"PREMIO ALANDAR 2011"
SILKE APEL, silkeapel@gmail.com
GUATEMALA.
ECLESALIA, 17/03/14.- Si iniciara diciendo que cada mesa servida con amor en un hogar es una Eucaristía, despertaría algo más que murmullos. Sin embargo cuando se nos dice que todos los célibes también son padres y madres, no dudamos siquiera en discutir, no digamos cuestionar, esta analogía. Pensando en esta contrariedad, no puedo dejar de preguntarme sobre otra igual: la razón que subyace a la negación del sentido trascendente del parto real. La experiencia vital y humana que viven día a día, minuto a minuto, miles de mujeres en el mundo. Las estadísticas (indexmundi, consultado el 28/01/14) nos informan que nacen 252 bebés por minuto en el mundo (4.2 por segundo).
Sin embargo difícilmente se profundiza más allá de estadísticas, fríos números, índices de natalidad, morbilidad, mortalidad, pobreza… Es innegable que urge la asistencia sanitaria y el acceso a métodos de planificación de la natalidad, especialmente entre las mujeres más pobres. A pesar de eso, actualmente se enarbolan banderas limitando a las mujeres a ser medios para la procreación, justificándolo con una manipulada teoría de “ley natural” o “querido por Dios”. Como si la razón de la vida de más de la mitad de los seres humanos no fuera más allá de los 15 a 20 años que en promedio una mujer, fisiológicamente hablando, está capacitada para la procreación.
¿Será que no hemos superado el trasfondo mítico del parto como “castigo divino” por la “desobediencia de la mujer”? En este caso, si las mujeres nos hubiéramos “arrepentido” (por no decir “regenerado”) para no sufrir “el castigo divino del parto”, ¿cómo habrían llegado al mundo San Francisco de Asís (algo de moda ahora), Santa Teresa de Ávila, o nuestro actual aclamado Francisco I? En fin, cualquier ser humano y, superando las teologías, elementos simbólicos y mitos propios de su tiempo: Jesús. En lo personal me cuesta admitir que María, la madre de Jesús, no haya sido mujer, real y verdadera: humana. Contrario a lo que sostienen algunas interpretaciones populares no dogmáticas acerca de la forma de su parto “misterioso”, la concibo muy cercana, como mujer que ha parido con su cuerpo, con todo lo que ello implica, a su hijo.
¿En qué momento marginamos el misterio más elemental y grande de la gracia divina que se manifiesta en cada mujer cuando es capaz de llegar al umbral extremo del dolor que la lleva al pleno y total abandono de sí misma? Un conocimiento que difícilmente se puede adquirir por analogía y absolutamente imposible de aprehender académica o discursivamente. Esta experiencia es una entrega de sí misma llegando a la oblación total y plena de su persona a todos los niveles: corporal, emocional, sensible, espiritual…, adecuadamente llamada “alumbramiento”, como plenificación para una mujer, pudiendo incluso llevar a otro nivel de conciencia.
Cuando ésta se vive en el contexto de la fe, llega a ser una incomparable manifestación de la presencia divina en la vida de una mujer. ¿Cómo una mujer durante los dolores, que han sido calificados usualmente como “imposibles de soportar por un varón”, no desea más que poder tener entre sus brazos a la criatura que ha alimentado con su cuerpo para besarla por el resto de su vida? ¿Cómo un ser humano, con todas las limitaciones de su “filosófica inmanencia”, es capaz de sentirse tan anonadado por el misterio de la vida al apreciar la maravillosa criatura que habitó en sus propias entrañas? ¿Cómo puede negarse que la gestación y el parto sean actos co-creadores, unión del ser humano y Dios?
El parto, puede ser experiencia mística, cuando se vive desde la fe. Es el encuentro esencial con lo más profundo del ser personal a la vez que vincula con la plenitud de la trascendencia. Es el abrirse absoluto, pudiendo llegar a ser la más grande participación de la vida y la creación. ¿A qué más si no a esto es a lo que le llama contemplación y arrobamiento la tradición mística?
Desde el momento en que intuye su embarazo, a una mujer le cambia la forma de situarse en la vida. Difícilmente puede hacerse presente el don de la vida dentro del cuerpo de una mujer sin que el espíritu atento lo intuya. Ella es capaz de desplegar totalmente su persona ofreciéndose para cuidar, animar, acompañar la vida por el resto de su propia existencia. El embarazo es una experiencia maravillosa, un sentirse amada y amante plena y total todo el tiempo. La amada y el amante no se pueden separar: son una sola y a la vez dos. La vida que habita el vientre de la mujer y late por sí misma, es la experiencia más radical del actuar divino en la creación.
La grandiosidad de la manifestación de la Vida en cada madre es una inexplicable, inabarcable, innombrable experiencia de encuentro con la Divinidad, siempre y cuando exista la libre aceptación por parte de cada mujer. Basta recordar la anunciación lucana, en la cual el ángel Gabriel entabla un diálogo con María posibilitándole el discernimiento para responder a las preguntas del caso. Lo contrario hubiera sido un atropello, una aberración, una humillación, una violencia inconmensurable, indigna de humanidad, no digamos de divinidad. Si Dios respeta la libertad, la autonomía y dignidad de sus hijas, ¿qué es el hombre para no hacerlo?
El amor, la entrega, el servicio dentro de la enseñanza cristiana bajo ninguna circunstancia se puede imponer. Jamás se puede obligar a otra persona a llevar una carga que uno mismo no elegiría, menos aún amar. No se puede obligar a nadie, por muy profunda justificación deontológica que le demos, a entregar toda su vida, su ser, al servicio de otra persona. Dios no lo hizo con María. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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