Son palabras de José Enrique Ruiz de Galarreta, que hace un año nos dejó en testamento la historia de su fe (Mi experiencia de fe,
Ed. Feadulta 2013), antes de dejarnos hace 15 días, el 30 de enero. Él
se fue con inmensa paz. Nosotros nos quedamos con inmensa pena. Muchos
en Pamplona, o en Feadulta.com, se sienten huérfanos de maestro. Pero
quedan su palabra, su memoria, su luz. Nos queda su presencia en la
entraña de la Vida.
José Enrique, “Giuseppe” para sus compañeros de
comunidad más familiares, era un jesuita navarro, de Pamplona de toda la
vida. Amante de la montaña, apasionado de los documentales de animales,
extraordinario profesor de filosofía y de Literatura, ha sido sobre
todo un maestro del Evangelio y de la vida.
Pero él no quiso ser más que seguidor y compañero
de Jesús, recorrer el camino de humanidad que éste predicó y practicó,
respirar en el Misterio divino que encarnó y que llamaba Abbá.
Así lo llamaba también José Enrique, y cada vez que lo nombraba, vibraba
y hacía vibrar. Nunca no se embrollaba en conceptos y explicaciones
complicadas. Había encontrado la perla preciosa y simple, el evangelio
de la misericordia, y quería compartirlo. Lo hacía con enorme maestría y
frescura. Consolaba el alma, liberaba de pesos, y llenaba de ánimo para
seguir el camino de Jesús, creyendo en su sueño.
Cada tarde de domingo, en sus misas se abarrotaba
la iglesia. Cada semana, en sus conferencias se llenaba el salón de
actos del Colegio de Pamplona. ¿Qué buscaban en él? Lo que todos
buscamos, y tanto necesitamos: calor, luz, aliento, un poco de aire y
fuego. También buscaban criterios, enfoques, palabras nuevas para vivir y
decir una fe creíble en la cultura actual. ¿Cómo seguir de otro modo
siendo y sintiéndonos creyentes, cristianos, Iglesia de Jesús? Buscaban
chispas que iluminaran la mente y caldearan el corazón.
Buscaban que alguien les ayudara a desmontar
creencias, absurdas o asfixiantes, que ni podían mantener ni se atrevían
a eliminar porque les habían inculcado que eran “palabra de Dios”. José
Enrique, en cambio, al concluir la lectura de ciertos textos del
Antiguo Testamento o incluso del Nuevo, no dudaba en decirles: “Esto no
es palabra de Dios”. Y de pronto se les abrían los ojos. Buscaban
libertad, liberación, inspiración. Y José Enrique se la ofrecía con su
palabra entusiasta, ocurrente, profunda, clara. Libre y clara como los
torrentes del Roncal. Seguirán, seguiremos buscando.
Él mismo fue un gran buscador, aunque llegó a
descubrir que no hay nada que buscar, sino dejarse encontrar,
eternamente hallados como somos por la Gracia. Fue lo que hizo de él un
hombre libre y “gozón”, en expresión de un compañero de comunidad.
Para ser hombre y creyente libre, sin embargo,
tuvo que hacer un largo camino, y no dejar de caminar. Y prescindir de
dogmas ininteligibles y de normas angustiantes, separar el fruto sabroso
de la corteza inservible. Pasó de sufrir por su fe a disfrutar de ella.
“Pisé la castaña, aplasté sus pinchos, la reventé”, escribe en su
libro-testamento. “Murió la sumisión y nació la dignidad”.
Su fe se resumía en una palabra, mejor, en una
vida: Jesús, el hombre. Fue un discípulo enamorado de Jesús, parábola de
la Vida que contaba parábolas y que a José Enrique tanto le gustaba
explicar. No le interesaba si había sido concebido sin varón ni si la
tumba quedó vacía. “Ya no me importa nada de su generación eterna ni de
su consubstancialidad ni de sus dos naturalezas”, nos dejó escrito.
Esos y otros dogmas le traían sin cuidado. ¿En qué
creía? Creía en el hombre Jesús y en la Presencia buena que él encarnó
con su vida buena y que todos podemos encarnar como él, siendo Aire,
Viento, Agua, Luz.
Joxe Arregi
Publicado en el diario DEIA
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