La civilización occidental siempre se ha considerado a sí misma
superior al resto, llegando en diferentes momentos de la historia a
imponerse a la fuerza sobre otras formas de ver y entender la vida. Hace
más de 500 años, esa civilización se introdujo en América y poco a poco
se fue imponiendo sobre las culturas originarias. Los años han ido
pasando y, a decir verdad, las cosas no han cambiado mucho, siendo una
constante en la mayoría de los países americanos la falta de respeto por
los pueblos originarios y todo lo que está en torno de ellos.
Una de las mayores expresiones de la
cultura occidental es el capitalismo, que lleva a una visión de la vida
en función de los intereses individuales o de los grupos dominantes,
excluyendo a aquellos que no tienen condiciones de entrar dentro de la
dinámica del mercado. Al respecto, el Papa Francisco nos dice en la
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium: “Así como el mandamiento de
‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida
humana, hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la
desigualdad. Esa economía mata”. Esta misma postura ya había sido
manifestada en el mes de mayo, en uno de sus discursos a algunos de los
embajadores ante la Santa Sede, cuando decía: “no compartir con los
pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son
nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”.
Coloco todo esto como motivación para intentar reflexionar sobre lo
que está pasando con muchos pueblos indígenas en Brasil y en tantos
lugares de América Latina y denunciar la constante persecución
institucional que sufren. Son noticias que no aparecen en los medios de
comunicación nacionales, controlados muchas veces por grandes grupos, al
servicio de los intereses de los que dominan la sociedad, sea a nivel
político o económico.
En estos días se está viviendo un nuevo episodio de esa
irracionalidad institucional, manifestada en la invasión de la Policía
Federal brasileña a la aldea Tupinambá de la Serra do Padeiro, en el
municipio de Ilheus, estado de Bahia, relativamente cerca de aquí,
llegando al extremo de llevarse con ellos a un niño de dos años que se
separó de sus padres cuando huían de los disparos, con munición de gran
calibre, de la Policía Federal.
Cuando el representante de la FUNAI (Fundación Nacional del Indio)
pidió la vuelta del niño con la familia, el delegado de la Policía
Federal se negó a entregarlo, diciendo que el niño había sido
abandonado, lo que en palabras del cacique de la aldea es totalmente
falso, pues su padre volvió a buscarlo inmediatamente después de dejar
su mujer y sus otros dos hijos a salvo.
Si todo esto ha sido conocido, aunque por ahora sea a pequeña escala
(mi intención es que pueda ser más difundido), es por el trabajo del
CIMI, Consejo Indigenista Misionero, uno de los pocos órganos que
defienden los derechos de estos pueblos, a quienes la sociedad ha
querido excluir. Este organismo, vinculado a la Conferencia Nacional de
los Obispo Brasileños, fue fundado en 1972 y tiene como objetivo apoyar
las comunidades, pueblos y organizaciones indígenas, fortaleciendo el
proceso de autonomía de esos pueblos en la construcción de un proyecto
alternativo, pluriétnico, popular y democrático.
En el fondo de toda esta historia está la lucha del pequeño contra el
grande, que en este caso se concretiza en los indígenas y los grandes
terratenientes. En Brasil la presencia de los llamados “ruralistas” en
el Congreso Nacional cada vez es mayor y son ellos los que presionan
constantemente para cambiar las leyes que les permitan disponer a su
antojo de la tierra, sin respetar los derechos de los pueblos indígenas,
de la agricultura familiar y sobre todo del Medio Ambiente, gran
perjudicado de esta avaricia sin medida ni sentido. Coloco aquí de nuevo
el pensamiento del Papa francisco en la Evangelii Gaudium: “El sistema
financiero actual, que favorece la distribución desigual de la riqueza y
la violencia, debe cambiar”.
Frente a estos mercaderes de tierra, que la devastan para, una vez
esquilmado todos los recursos, abandonarla, todavía resuenan los gritos
que los pueblos indígenas hacían en el 13º Intereclesial de las CEBs,
“la tierra para nosotros no es comercio, es nuestra madre”, nos decía el
representante los pueblos kaiowa-guaraní, reclamando, como hacen los
Tupinambá del sur de Bahia y tantos otros pueblos indígenas, la
demarcación de sus tierras, mostrando que hay otra forma posible de
vivir, que la Madre no se vende, se la cuida, que la naturaleza no es
para ser explorada, es para ser admirada, creando así lo que estos
pueblos llaman de “sociedad del bien vivir”.
¿Hasta cuándo vamos a continuar dejando que estas cosas sucedan?
¿Cómo podemos involucrarnos para que el sistema cambie, para que los
derechos de los pobres, de los pequeños sean respetados?
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