No
es lo mismo aborto que interrupción de gestación. Tampoco es lo mismo,
decía santo Tomás, la mentira y el falsiloquium, ya que mentira sería
por definición falsear injustamente la verdad cuando se está obligado a
decirla ante quien tiene derecho a preguntarla. Puede haber ocasiones en
las que sea irresponsable no interrumpir una gestación antes de que sea
demasiado tarde para hacerlo sin que sea injusto contra el feto.
Si aborto es la interrupción injusta e
irresponsable de un embarazo, no toda interrupción voluntaria del
embarazo constituye un aborto en el sentido moralmente negativo de este
término. Hay casos en que la decisión de interrumpir un embarazo es
precisamente para evitar un aborto.
Por ejemplo, cuando una pareja reconoce que, por serias razones, no
se puede responsabilizar de dar a luz y criar una criatura (por ejemplo,
en casos de malformaciones muy graves y en el contexto de una sociedad
que no ayuda con leyes eficaces a proteger la dependencia ), en vez de
decir que tiene derecho a abortarla, debería decirse que tiene
responsabilidad de interrumpir en sus primeras fases el proceso de
gestación antes de que su interrupción se convierta en un aborto.
Interrumpirían, en ese caso, responsablemente un embarazo precisamente
para impedir un aborto. Interrumpirían el proceso emergente del embrión
durante las primeras fases antes de completarse la constitución del
feto.
(Para entender esto hay que entender en biología lo epigenético y hay
que contar con una filosofía emergente y procesual, en vez de mitificar
el mal llamado “momento de la concepción”, que no es momento, sino
proceso).
Pero, lamentablemente, en los debates sobre el aborto en el estado
español, llama la atención la belicosidad de dos posturas extremas: la
de quienes pretenden dar muestras de identidad religiosa mediante
prohibiciones legales y la reacción contraria por parte de quienes
identifican a ultranza la permisividad incondicional con tomas de
posición no religiosas. Aún se empeora más la tensión entre ambos
extremos cuando se considera a los primeros como únicos abanderados del
derecho a la vida, y a los segundos como monopolizadores del derecho a
decidir. Veo incorrectos ambos extremos. Ojalá valiese la presunción de
que ambos comparten la postura pro-persona, para proteger por igual el
bien jurídico de madre y feto.
No ayudan para un debate sereno los planteamientos dilemáticos en
términos de sí o no, blanco o negro, como, por ejemplo: “¿por la vida o
contra la vida?”, o “¿por la madre o por el feto?”, y otras disyuntivas
semejantes que conducen a un callejón sin salida. Esas disyuntivas
condicionan el debate desde el principio como si fuera un enfrentamiento
entre dos reclamaciones absolutas sin excepciones: los “guerreros del
antifaz” contra los “guerreros sin antifaz”.
Pienso que el planteamiento no debe ser disyuntivo en cualquier
hipótesis, sino de búsqueda de alternativas en situaciones de conflicto.
La pregunta es: ¿Cuándo, con qué condiciones y limitaciones es
responsable, justa y justificada la decisión autónoma de la mujer que
opta por acoger la vida naciente o que se encuentra en la situación de
tener que decidir la interrupción del proceso de su gestación? Cualquier
legislación que se adopte deberá siempre garantizar la seguridad
jurídica y los límites éticos para que dicha decisión autónoma reúna la
triple condición de ser responsable, justa y justificada.
Cuando preguntaban, en 2010, parlamentarios o parlamentarias (de una y
otra bancada, de gobierno y oposición) si podían votar en conciencia la
ley de salud sexual y reproductiva, había que responderles: “Votar en
conciencia significa que ni la afiliación política de partido ni la
pertenencia confesional religiosa condicione el estar a favor o en
contra. Puede haber en ambos lados del arco parlamentario, tanto quienes
estén a favor como quienes estén en contra, por razones ético-legales
(también científicas), y no por presiones ideológicas, ya sean
político-partidistas, religiosas o irreligiosas”. Lo mismo habrá que
responder si nos repiten la pregunta cuando se presente un posible
proyecto de modificación de la citada ley.
Una ley de apariencia restrictiva puede, de hecho, favorecer
sutilmente su aplicación permisiva, cuando se la interpreta en un
contexto social favorable a la hipocresía moral bajo capa de legalidad.
Podrá aducirse como ejemplo la práctica ambivalente del recurso al
dictamen médico para cerciorarse del riesgo de un embarazo para la salud
de la gestante con el fin de acogerse al correspondiente supuesto
despenalizador. Pero prefiero citar el caso insólito del recurso al
supuesto de motivación económica en la legislación japonesa, porque pone
de manifiesto la ambigüedad de algunas despenalizaciones y la
hipocresía de algunas penalizaciones.
Una abogada japonesa ha demandado al Estado, solicitando que se dicte
sentencia (para condenarla o para absolverla con indemnización) por la
interrupción del embarazo que le fue practicada en la 18 semana de
gestación. La ecografía había detectado notables anomalías en un feto
previsiblemente inviable y esta gestante accedió a la recomendación
médica de interrumpir el embarazo. Otra opción que le ofrecían era
aguardar el fallecimiento fetal antes del alumbramiento. Sin embargo,
tanto retrasar la interrupción como aguardar al alumbramiento de un feto
fallecido, conllevaba riesgos graves. Finalmente, ella accedió a la
recomendación de interrumpir el embarazo antes de que fuera demasiado
tarde, como explica ella misma respondiendo a una entrevista en el
semanario Aera (7-I-2013) .
El certificado de “nacimiento sin vida”decía: “Alumbramiento
artificial de feto sin vida, a petición de la gestante, por indicación
económica, de acuerdo con la ley de protección materna”. La gestante no
podía firmarlo, ni justificar su aborto por “indicación económica”. Su
motivación se debía a las anomalías fetales. El médico le recordó lo
que, como abogada, ya sabía ella: la ley japonesa no admite la
indicación por malformaciones. Las clínicas japonesas, para evitar el
delito, registran la operación como “aborto por indicación económica”,
admitido por la “ley de protección materna”.
Desde que se promulgó (1996), jamás se han condenado abortos por
malformaciones, aunque los avances en diagnóstico prenatal los
incrementan; pero se salvan las apariencias, certificando “abortos por
indicación económica”. “No estoy en penuria, decía la gestante, ni
abortaría por ese motivo; lo hice previendo las dificultades de
supervivencia del feto. Sería hipócrita aducir la razón económica”. Tal
hipocresía favorece el doble estándar: una penalización, en apariencia
estricta, condena el aborto por malformaciones; pero el sistema
sanitario, de hecho, la infringe, acogiéndose a la indicación económica.
La hipocresía social -fomentada en el caso de Japón por una ley que,
con apariencia menos permisiva, ampara veladamente su violación-, es un
caso paradigmático que nos hace pensar.
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