Desde
hace unos días, se comenta (entre indignación y escándalo) lo que ha
dicho recientemente el párroco de un pueblo de León, asegurando
tranquilamente que el cáncer, que sufre un conocido político del PSOE,
podría ser “un castigo de la Divina Providencia”, por causa de la
condición homosexual del mencionado político.
Más allá del
disparate, que entraña semejante afirmación, la injustificada (y nunca
demostrable) opinión de este sacerdote nos lleva derechamente a afrontar
una pregunta de ésas que tocan fondo en asuntos de religión.
La pregunta es ésta: ¿Dios puede ser vengativo y castigador? Más concretamente: el Dios en el que creemos los cristianos,
el Dios que se nos reveló en Jesús, ¿puede utilizar la venganza y el
castigo contra aquellos a los que considera pecadores o indignos por el
motivo que sea? No entro aquí en el juicio que pueda hacer Dios de la
homosexualidad. En cualquier caso, afirmar que la condición homosexual
es una perversión que merece un castigo divino, que se traduce en los
sufrimientos de un cáncer, representa un disparate tan monumental como
indemostrable. ¿De dónde sabe ese cura que Dios castiga la
homosexualidad con los padecimientos de un cáncer?
Pero no es esto lo más grave que ha dicho el mencionado clérigo de la
diócesis de León. Lo peor de todo ha sido presentar a Dios como
justiciero, vengativo y agente de castigos que nos estremecen de miedo.
El Dios que nos enseña el Evangelio, ¿puede ser un Dios vengativo y
castigador?
En los evangelios, el término “castigo” (“dikê”) ni se menciona. Y el
verbo “castigar” o “vengar” (“ekdikéô”) sólo aparece en la parábola de
la viuda que pide justicia (Lc 18, 3 ss). Es verdad que, en los escritos
de Pablo, se habla de la venganza de Dios (2 Tes 1, 8; Rom 12, 19 s;
cf. Deut 32, 35. 43). Pero será bueno saber que, cuando Pablo habla de
Dios, se refiere al Dios de Abrahán y a las promesas hechas a Abrahán
(Gal 3, 16-21; Rom 4, 2-20) (U. Schnelle, Paulus. Leben und Denken,
Berlin 2003, 56). Y sobre todo
es fundamental recordar que el Dios, al que se refiere Jesús, es el
Padre bueno que no hace distinción entre buenos y malos, entre justos e
injustos (Mt 5, 43-48). Es, además, el Padre que acoge al perdido y al
extraviado, sin reprenderle ni pedirle explicaciones, haciéndole fiesta
en el colmo de su alegría (Lc 15, 11-32). Pero, sobre todo, cuando los
cristianos hablamos de Dios, jamás deberíamos olvidar que la definición
que se nos da de ese Dios se reduce a que “es amor” (1 Jn 4, 8. 16).
Ahora bien, si Dios se define esencialmente por el amor a los demás,
sean quienes sean y vivan como vivan, eso quiere decir que Dios no sabe,
ni quiere, ni puede hacer otra cosa que no sea amar y hacer felices a
los seres humanos, como bien ha hecho notar el prof. A. Torres Queiruga.
Por eso, deberíamos distinguir cuidadosamente que no es lo mismo
castigar que corregir. El castigo es “un fin en sí”; y no tiene, ni
puede tener, otra finalidad que hacer
sufrir. Es lo más opuesto a cualquier forma de bondad y amor. La
corrección es “un medio” (doloroso o desagradable) para obtener un fin
posterior, que siempre es positivo y gozoso. Por eso, los padres
corrigen a sus hijos, los maestros a sus alumnos. Jesús no castigó a los
fariseos cuando les dijo que eran “hipócritas”. Como tampoco castigó a
Pedro cuando lo calificó de “¡Satanás!” (Mt 16, 27 par). En éstos – y en
tantos otros casos – Jesús no actuó como “castigador”, sino como
“corrector” del que sólo pretende el bien y la dicha de aquellos a
quienes corrige.
De ahí que podemos (y debemos) preguntarnos: ¿es compatible la
existencia del infierno con la bondad y el amor que definen a Dios? Si
el infierno, por definición, es eterno, eso quiere decir que el infierno
no puede ser medio para nada ulterior. El infierno es lo último y
definitivo. El Dios, que hace y mantiene el infierno, no puede ser sino
un Dios castigador, un Dios que jamás podría ser definido como amor. Por
lo demás, el Magisterio de la Iglesia no ha definido nunca, como dogma
de fe, la existencia del infierno. Lo que la Iglesia ha dicho es quien
muere en pecado mortal, se condena. Pero la misma Iglesia no ha dicho
(ni puede decir) de nadie que una persona concreta haya muerto en pecado
mortal. Digamos, pues, con más lógica y más humildad, que el lenguaje
metafórico del fuego, las tinieblas exteriores y el rechinar de dientes
no pasan de ser formas de expresión que nos dicen que Dios es justo y
hace justicia. Pero, ¿cómo la hace? Eso, nadie lo sabe. Ni puede
saberlo.
Aceptemos, pues, nuestra limitación en todo cuanto se refiere a
nuestro conocimiento del “más allá”. Y, por supuesto, jamás utilicemos a
Dios o a la eternidad para fomentar el miedo y el sometimiento de la
gente a los intereses de poder y autoridad de los que usan y abusan los
profesionales de la religión. Echando mano de semejantes intereses, lo
único que se consigue es hacer más odiosa e insoportable la causa de
Dios.
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