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viernes, 6 de diciembre de 2013

Muere Nelson Mandela, el hombre que liberó a la Sudáfrica negra John Carlin



Mandela manejó la política con maestría combinando un encanto infinito, nacido de la enorme seguridad en sí mismo, principios inflexibles, visión estratégica y pragmatismo
Nelson Mandela llegó temprano a trabajar el 11 de mayo de 1994, al día siguiente de tomar posesión como primer presidente negro de Sudáfrica. Andando por los pasillos desiertos, adornados con acuarelas enmarcadas que ensalzaban las hazañas de los colonos blancos en la época de la Gran Marcha, se detuvo ante una puerta.

Había oído ruido dentro, así que llamó. Una voz dijo: “Entre”, y Mandela, que era alto, alzó la mirada y se encontró ante un inmenso afrikaner llamado John Reinders, jefe de protocolo presidencial durante los mandatos del último presidente blanco, F. W. de Klerk, y su predecesor, P.W. Botha. “Buenos días, ¿cómo está?”, dijo Mandela, con una gran sonrisa. “Muy bien, señor presidente, ¿y usted?”. “Muy bien, muuuy bien…”, replicó Mandela. “Pero, si me permite preguntar, ¿qué está haciendo?”. Reinders, que estaba metiendo sus pertenencias en cajas de cartón, respondió: “Me estoy llevando mis cosas, señor presidente. Me cambio de trabajo”. “Ah, muy bien. ¿Y dónde se va?” “Vuelvo al departamento de prisiones. Trabajé allí de comandante antes de venir aquí a la presidencia”. “Ah, no”, sonrió Mandela. “No, no, no. Conozco muy bien ese departamento. No le recomiendo que lo haga”.
Mandela, poniéndose serio, trató entonces de convencer a Reinders de que se quedase. “Mire, nosotros procedemos del campo. No sabemos cómo administrar un organismo tan complejo como la presidencia de Sudáfrica. Necesitamos la ayuda de personas experimentadas como usted. Le pido, por favor, que permanezca en su puesto. Tengo intención de no cumplir más que un mandato presidencial, y entonces, por supuesto, usted será libre de hacer lo que quiera”. Reinders, tan asombrado como encantado, no necesitó más explicaciones. Mientras meneaba la cabeza, perplejo y admirado, empezó, poco a poco, a vaciar las cajas.
Reinders, cuyos ojos se llenaban de lágrimas al recordar la anécdota algún tiempo después, me contó que, durante los cinco años que trabajó junto a Mandela, viajando por todo el mundo con él, no recibió más que muestras de cortesía y amabilidad. Mandela le trató siempre con el mismo respeto que al presidente de Estados Unidos, el papa o la reina de Inglaterra, quien, por cierto, le adoraba. El primer presidente negro de Sudáfrica debía de ser la única persona del mundo, tal vez con la excepción del duque de Edimburgo, que siempre la llamaba “Elizabeth”, o al menos el único que podía hacerlo sin que se lo reprocharan. (Un amigo mío que estaba cenando un día con él en su casa de Johannesburgo recordaba que apareció una criada con un teléfono inalámbrico. Era una llamada de la reina de Inglaterra. Con una gran sonrisa, Mandela se acercó el auricular y exclamó: “¡Ah, Elizabeth! ¿Cómo estás? ¿Cómo están los chicos?”)SEGUIR LEYENDO EN EL PAIS

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