Mandela
manejó la política con maestría combinando un encanto infinito, nacido
de la enorme seguridad en sí mismo, principios inflexibles, visión
estratégica y pragmatismo
Nelson Mandela llegó
temprano a trabajar el 11 de mayo de 1994, al día siguiente de tomar
posesión como primer presidente negro de Sudáfrica. Andando por los
pasillos desiertos, adornados con acuarelas enmarcadas que ensalzaban
las hazañas de los colonos blancos en la época de la Gran Marcha, se
detuvo ante una puerta.
Había oído ruido dentro, así que llamó.
Una voz dijo: “Entre”, y Mandela, que era alto, alzó la mirada y se
encontró ante un inmenso afrikaner llamado John Reinders, jefe de
protocolo presidencial durante los mandatos del último presidente
blanco, F. W. de Klerk, y su predecesor, P.W. Botha. “Buenos días, ¿cómo
está?”, dijo Mandela, con una gran sonrisa. “Muy bien, señor
presidente, ¿y usted?”. “Muy bien, muuuy bien…”, replicó Mandela. “Pero,
si me permite preguntar, ¿qué está haciendo?”. Reinders, que estaba
metiendo sus pertenencias en cajas de cartón, respondió: “Me estoy
llevando mis cosas, señor presidente. Me cambio de trabajo”. “Ah, muy
bien. ¿Y dónde se va?” “Vuelvo al departamento de prisiones. Trabajé
allí de comandante antes de venir aquí a la presidencia”. “Ah, no”,
sonrió Mandela. “No, no, no. Conozco muy bien ese departamento. No le
recomiendo que lo haga”.
Mandela, poniéndose serio, trató entonces de convencer a Reinders de
que se quedase. “Mire, nosotros procedemos del campo. No sabemos cómo
administrar un organismo tan complejo como la presidencia de Sudáfrica.
Necesitamos la ayuda de personas experimentadas como usted. Le pido, por
favor, que permanezca en su puesto. Tengo intención de no cumplir más que
un mandato presidencial, y entonces, por supuesto, usted será libre de
hacer lo que quiera”. Reinders, tan asombrado como encantado, no
necesitó más explicaciones. Mientras meneaba la cabeza, perplejo y
admirado, empezó, poco a poco, a vaciar las cajas.
Reinders, cuyos ojos se llenaban de lágrimas al recordar la anécdota
algún tiempo después, me contó que, durante los cinco años que trabajó
junto a Mandela, viajando por todo el mundo
con él, no recibió más que muestras de cortesía y amabilidad. Mandela
le trató siempre con el mismo respeto que al presidente de Estados
Unidos, el papa o la reina de Inglaterra, quien, por cierto, le adoraba.
El primer presidente negro de Sudáfrica debía de ser la única persona
del mundo, tal vez con la excepción del duque de Edimburgo, que siempre
la llamaba “Elizabeth”, o al menos el único que podía hacerlo sin que se
lo reprocharan. (Un amigo mío que estaba cenando un día con él en su
casa de Johannesburgo recordaba que apareció una criada con un teléfono
inalámbrico. Era una llamada de la reina de Inglaterra. Con una gran
sonrisa, Mandela se acercó el auricular y exclamó: “¡Ah, Elizabeth!
¿Cómo estás? ¿Cómo están los chicos?”)SEGUIR LEYENDO EN EL PAIS
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