En
la primera exhortación apostólica del papa Francisco, Evangelli gaudium
(La alegría del Evangelio), se plantea —entre otros desafíos
fundamentales— la necesidad y urgencia de que todas las
comunidades asuman una “siempre vigilante capacidad de estudiar los
signos de los tiempos”. Se trata, según el papa, de una responsabilidad
grave, ya que algunas realidades del presente, si no son bien resueltas,
pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir
más adelante.
Es preciso, por tanto, “esclarecer
aquello que pueda ser un fruto del Reino y también aquello que atenta
contra el proyecto de Dios” (n. 51). Para la Gaudium et spes,
del Concilio Vaticano II, los “signos de los tiempos” se definen como
aquellos grandes hechos, acontecimientos y actitudes o relaciones que
caracterizan a una época. Revelan, además, tanto las causas y los
efectos de los eventos como las esperanzas y preocupaciones de hombres y
mujeres de una etapa histórica determinada.
Entre los signos de estos tiempos, el papa señala tres hechos de
carácter estructural que deben ser motivo de preocupación e
interpelación para personas y pueblos. En primer lugar, la precariedad
de vida de las mayorías. Sobre este aspecto explica que “la humanidad
vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos
que se producen en diversos campos. Son de ala-bar los avances que
contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de
la salud, de la educación y de la comunicación”. Sin embargo, añade,
“no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro
tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas.
Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se
apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos.
La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la
violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar
para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad” (n. 52).
En segundo lugar, el predominio de una economía que mata. Para el
papa, “así como el mandamiento de no matar pone un límite claro para
asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no a una
economía de la exclusión y la inequidad’”. No puede ser,
agrega, “que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación
de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente
que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la
competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al
más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes,
sin salida” (n. 53).
Finalmente, el tercer hecho denunciado por Francisco es el de la
violencia. Señala que “se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos
pobres, pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de
agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o
temprano provocará su explosión”. Añade que “cuando la sociedad —local,
nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no
habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que
puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede
solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los
excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es
injusto en su raíz” (n. 59).
Ahora bien, ¿cuáles son las causas de estos hechos? La exhortación
explica al menos tres: la idolatría del dinero, la absolutización del
mercado, y el desprecio y rechazo a la ética. Para el obispo de Roma,
“una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que
hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su
predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera
que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda
crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos
creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32, 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo
del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano” (n. 55).
Este totalitarismo del capital, según la exhortación, está
directamente vinculado con los mecanismos y absolutización del mercado.
El documento lo expresa críticamente en los siguientes términos:
“Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la
mayoría se quedan cada vez
más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio
proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los
mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de
control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se
instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de
forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas” (n. 56).
Otra causa de fondo explicada en el documento está relacionada con la
falta de una ética social que posibilite una buena economía y una buena
política. En el mundo actual, afirma el papa, “la ética suele ser
mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente,
demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente
como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la
persona” (n. 57). En definitiva, “la ética lleva a un Dios que espera
una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del
mercado”.
Pero los signos de los tiempos no tienen que ver solo con lo que
atenta contra la vida y deshumaniza, sino también con las presencias
salvíficas y humanizadoras, que asumen los males del mundo como desafíos
a ser superados (n. 84). En este sentido, Francisco habla de una
presencia de Dios que acompaña en la historia y en la vida cotidiana,
promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad,
de justicia. Esa presencia “no debe ser fabricada, sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón
sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa” (n.
71).
Y recuerda que el Evangelio “nos invita siempre a correr el riesgo
del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que
interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en
un constante cuerpo a cuerpo”. En fin, para el papa Francisco, un signo
de los tiempos decisivo para los seres humanos es que “el Hijo de Dios,
en su encarnación, nos invita a la revolución de la ternura” (n. 88).
Despertar a la realidad, comprometernos con sus desafíos y vivir como
hombres y mujeres de esperanza (siguiendo el camino de la plena
humanización) son algunos de los mensajes centrales de esta exhortación.
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