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Decía Voltaire que ni una sola gota de sangría vale la libertad de
todo un pueblo. Pues bien, yo pienso que la miseria, la exclusión
social, de un solo ciudadano no por vale todas las li-bertades formales: si bien se mira, las mismas que tiene un cer-vatillo en medio de la jungla.
Así es que puesto que ahora no se hacen
ver ni oír los inte-lectuales -especie a extinguir- yo me postulo como
uno de los últimos para responder a los ideólogos que, como los
perio¬dis-tas a los chamanes, de sus púlpitos, para suplir sus prédicas por las
suyas, les han desalojado de la escena pública y no ven ni quieren ver
soluciones más allá del capitalismo financiero. Hace falta, pues, mucho más que
periodismo e ideología para desactivar este sistema putrefacto, pues
ambos, ideólogos y pe-riodistas, en lugar de buscar otro refuerzan “el
sistema”. Los periodistas, por mucho que nos vendan “la información” que
al final no sirve para nada salvo para indignarnos más, y los
ideólogos, por más que nos imbuyan la idea de que éste es el menos malo
de los sistemas; cegando ambos, periodistas e ideólogos, el camino a
otros posibles…
Hay muchas señales de que “el sistema” se devora a sí mismo, como Zeus a sus hijos. Tantas, que para explicarlo hay que
empezar a razonar casi desde el principio. Veamos. El “sistema” es
iusnaturalista. Lo que significa que los mecanis¬mos de creación de
desarrollo material son abandonados a su suerte, y que lo que llamamos
prosperidad no es más que re¬parto de la tierra, de la propiedad y del
dinero supeditado a que las fuerzas económicas y el mercado falsamente
libre se encar¬guen de conseguir los “mejores” resultados. Y los
“mejores” re¬sultados son la desigualdad y la exclusión social. He aquí
el núcleo ideológico del “sistema”, en línea con el del catolicismo
tradicional: es preciso que existan pobres que salven su alma por la
resignación, para que haya ricos que se salven por la ca¬ridad, y a la
inversa. “El sistema” tiene pocas teorías expresas, o tácitas como ésta.
No las necesita, pues es la acción lo que prima sobre los razonamientos
aplicados. Pero una de ellas es la de que el Estado no está para crear
empleo, sino para incen¬tivar la iniciativa privada,
para animar a los ciudadanos a hacerse empresarios que lo generen. Y si
estos no surgen o los que hay no crean empleo, el “sistema” dictamina
que el Estado y quienes le re¬presentan son responsables de incapacidad o
culpables de ineptitud. Pero si son ineptos, nada nuevo sucede. Los que
les reemplacen serán aproximadamente tan ineptos, y la desigual-dad, el
reparto y “el sistema” seguirán siendo los mismos, con aproximadamente
las mismas víctimas.
Hay un ejemplo muy ilustrativo a este respecto. En “el sis-tema”, y
ya en España (pero también en cualquier otro país), la demografía es
determinante. Se precisa, según la teoría-ideolo-gía reinante, una tasa
de población suficiente en edad de traba-jar para mantener a la vejez
inactiva. Es decir, en la pirá¬mide de población por edades, se necesita
que la parte media activa sea suficientemente numerosa para poder
sostener a los mayo¬res. Pero, y aquí está otra de las contradicciones
de “el sistema” que impiden la hipotética solución que dejase a todos
relativa¬mente satisfechos: ¿quién, en una sociedad descoyun¬tada,
des-articulada e incierta se decidirá a procrear para contri¬buir a que
el sistema funcione como sus “dueños” quieren? ¿quién, a me-nos que sea
por descuido o por verse respaldado por su riqueza, se atreverá a ello
sin la conciencia de que cual¬quier nuevo na-cido irá a parar al
desempleo y a una vida sin futuro?
Por eso, naturalmente, el pueblo evita nacimientos, como lo evita
cual-quier especie viviente cuando escasea el sustento. En estas
condiciones ¿qué se puede es¬perar de un modelo que fía a aquellos
mecanismos -leyes eco¬nómicas, pugna de voluntades empresariales y
banqueras- la solución? ¿quién, a menos que se deje lavar el cerebro,
puede confiar en un “sistema” injusto e irracional por definición del
que todo aquél que no sea amo desconfía? Los esfuer¬zos -aun¬que fueran
sinceros- del poder económico y político son bal¬díos y desembocan en
más y más injusticia. Primero, porque no pueden, segundo porque los que
reparten se quedan con la ma¬yor parte dejando las migas al re-sto, y
tercero porque la volun¬tad de poder es más fuerte que las buenas
intenciones desperdi¬gadas. Tratan de paliar los efectos, pero dejando
in¬tactas las causas profundas de la injusticia so-cial.
Otro ejemplo de con¬tradicción que hace imposible la relación
equilibrada entre economía, tecnología y trabajo es la robotiza-ción. La
ro¬botiza¬ción, que tanto prometía, se les ha ido a estas sociedades de
las manos poniendo en evidencia la escasa inte-ligencia de los
res¬ponsables públicos, el fracaso del mercado y nuestra perdición.
Hay varios factores que contribuyen al desempleo masivo, pero, aparte
otros, es esa filosofía de la desigualdad que ins¬pira al poder
político asociado al económico y por ende al em¬presa-ria que ha
permitido la robotización brusca en lugar de introdu-cirla gradualmente
para no agravar más los estragos de la espe-culación, del agiotaje, del
dum¬ping y otras prácticas perversas y usuales del capitalismo
financiero.
Si lo dicho es aplicable a todos los países donde rige “el sis-tema”,
en España alcanza cotas involucionistas de escándalo donde el
trabajador es un siervo y el ciudadano un número de una dictadura en
gestación. “El sistema” nunca se atribuye el fracaso a sí mismo, ni
tampoco al desbarajuste existente en la superestructura global; ni a ese
aparato que propicia los abusos en cada país por separado y en todos en
conjunto donde unos ciudadanos resultan favorecidos o muy favorecidos y
otros dramática o trágicamente damnificados. Ni tampoco lo rela-ciona
con el dato cierto de que, como los ricos lo son a costa de muchos, la
economía en esos países crece en la medida que otros a mucha distancia
costean con su miseria el desahogo y el lujo de los que figuran a la
cabeza del progreso.
El pueblo está dormido y no ve que el objetivo de la ideología
predominante es la desigualdad disfrazada de competitividad, y que las
fuer¬zas políticas y las económicas se ponen tácitamente de acuerdo a
ese fin; que las contradicciones son exasperantes y las leyes del
mercado inexorables con los débiles; que los so¬ciólogos y economistas
detectan los problemas y señalan, cada uno a su manera, dónde está la
solución, pero que la solución nunca llega porque esas leyes chocan
entre sí pero también con las de la biología… En tales condiciones y
donde se ha susti¬tuido bienestar por beneficio y el poder adquisitivo
marca la di¬feren¬cia entre el bienestar y el desasosiego, la salud y la
enfer¬me¬dad, la vida y la muerte, el pueblo está legitimado para
asaltar los palacios de invierno. Pero, en este sentido, pierde razón al
protestar por el latrocinio generalizado, por la regula¬ción del empleo
y por no tener trabajo. Pues acepta al depre¬da¬dor y la consagración
institucional de éste a la desigualdad; no lo repudia con la enmienda a
la totalidad. Por todo lo di¬cho yo, en tanto que ciudadano responsable,
estoy al lado del pueblo como ser social desvalido e inmaduro, pero no
junto al pueblo como cuerpo social desarrollado, pues en buena medida el
pue¬blo merece lo que tiene al abrazar “el sistema” en con¬junto porque
le ha ido bien un cierto tiempo y elige una y otra vez a opresores y
corruptos en lugar de echarles a patadas….
La racionalidad propia del milenio que vivimos exige solu-ciones
radicales, no medias tintas; remedios severos, no place-bos; cirugía del
tumor que son los detentadores del poder, no sinapismos. Creo que queda
poco tiempo para que el mundo, con España a la cabeza, se convenza de
una vez de que es pre-ciso regresar al enfoque y los planteamientos
marxistas. La es-peranza en el milagro de soluciones para todos es
obstinación; contumacia de mentes primarias y obtusas, de espíritus sin
conciencia que no atisban ni de lejos la importancia que para el
individuo tiene la colectividad. Lo mismo que la tiene para las especies
vivientes consideradas superiores. Pues cuando el po-der político y el
económico permiten que las leyes de mercado cumplan estrictamente su
función, los estragos están asegura-dos, y cuando las corrigen siempre
es para favorecer aún más a las clases sociales dominantes.
Yo confío en que (a menos que antes el mundo salte antes por los
aires), doblegada por la razón, tarde o temprano Occidente abrace a Marx
y vuelva a permitir que sea el organizador su-premo de la sociedad.
Marx preveía el socialismo real cuando se dieran las condiciones
objetivas de una sociedad avanzada. Quizá Occidente, aunque le falta un
hervor, ya lo es. Los pla¬nes quinquenales y los ajustes entre
producción y consumo que superen las funes¬tas y manipuladas leyes del
mercado, son pro-pios de socieda¬des en un nivel superior de la
inteligencia co-lectiva necesitadas de evitar el agotamiento de los
recursos planetarios y promover la dignidad real de todos los seres
humanos. Pues no es propio de inteligentes pasarse la vida di-ciendo que
se aspira a la igualdad máxima entre todos los ciu-dadanos de un país y
la de todos los seres humanos, y no poner los cimientos: los
fundamentos sociológicos, políticos, jurídi¬cos y económicos para
lograrlo…
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