Entender la existencia humana a partir de la teoría de la complejidad es enriquecedor. Somos seres complejos, vale decir, en los que
se da la convergencia de un sinnúmero de factores, materiales,
biológicos, energéticos, espirituales, terrenales y cósmicos. Poseemos
una exterioridad con la cual nos hacemos presentes unos a otros y
pertenecemos al universo de los cuerpos. Y tenemos una interioridad,
habitada por vigorosas energías positivas y negativas que forman nuestra
individualidad psíquica. Somos portadores de la dimensión de lo
profundo por donde rondan las preguntas más significativas del sentido
de nuestro paso por este mundo. Estas dimensiones conviven e interactúan
permanentemente influenciándose unas a otras y moldean eso que llamamos
el ser humano.
Todo en nosotros tiene que ser cuidado,
si no, perdemos el equilibrio de las fuerzas que nos construyen y nos
deshumanizamos. Al abordar el tema del cuidado del cuerpo es menester
oponerse conscientemente a los dualismos que la cultura persiste en
mantener: por un lado el «cuerpo», desvinculado del espíritu y por otro
el «espíritu» desmaterializado de su cuerpo. Y así perdemos la unidad de
la vida humana.
La propaganda comercial
explota esta dualidad, presentando el cuerpo no como la totalidad de lo
humano, sino parcializándolo, sus músculos, sus manos, sus pies, en
fin, sus distintas partes. Las principales víctimas de esta
fragmentación son las mujeres, pues la visión machista se refugió en el
mundo mediático del marketing usando partes de la mujer, sus pechos, su
sexo y otras partes, para seguir haciendo de la mujer un «objeto» de
consumo de hombres machistas. Debemos oponernos firmemente a esta
deformación cultural.
También es importante rechazar el «culto al cuerpo» promovido por la
infinidad de gimnasios y otras forma de trabajo sobre la dimensión
física, como si el hombre/mujer-cuerpo fuese una máquina desposeída de
espíritu que busca desarrollos musculares cada vez
mayores. Con esto no queremos de ninguna manera desmerecer los
distintos tipos de ejercicios de gimnasia al servicio de la salud y de
una mayor integración cuerpo-mente, los masajes que renuevan el vigor
del cuerpo y hacen fluir las energías vitales, en particular las
disciplinas orientales como el yoga, que favorece tanto una postura
meditativa de la vida, o el incentivo a una alimentación equilibrada,
incluyendo también el ayuno, bien como ascesis voluntaria o como forma
de armonizar mejor las energías vitales.
El vestuario merece una consideración especial. No solo tiene una
función utilitaria para protegernos de las intemperies. También tiene
que ver con el
cuidado del cuerpo, pues el vestuario representa un lenguaje, una forma
de revelarse en el teatro de la vida. Es importante cuidar de que el
vestuario sea expresión de un modo de ser y que muestre el perfil humano
y estético de la persona. Es especialmente significativo en la mujer
pues ella tiene una relación más íntima con su propio cuerpo y con su
apariencia.
Nada más ridículo y demostrativo de anemia de espíritu que las
bellezas construidas a base de botox y de cirugías plásticas
innecesarias. Sobre este embellecimiento artificial hay montada toda una
industria de cosméticos y de prácticas de adelgazamiento en clínicas y
spas que difícilmente sirven a una dimensión más integradora del cuerpo.
Esto no quiere decir que haya que invalidar los masajes y los
cosméticos importantes para la piel y para el justo embellecimiento de
las personas. Pero hay una belleza propia de cada edad, un encanto que
nace del trabajo de la vida y del espíritu en la expresión corporal del ser humano.
No hay photoshop que sustituya la ruda belleza del rostro de un
trabajador tallado por la dureza de la vida, los rasgos faciales
modelados por el sufrimiento. La lucha de tantas mujeres trabajadoras en
el campo, en las ciudades y en las fábricas dejó en sus cuerpos otro
tipo de belleza, frecuentemente con una expresión de gran fuerza y
energía. Hablan de la vida real y no de la vida artificial y construida.
Por el contrario, las fotos trabajadas de los iconos de la belleza
convencional, casi todos moldeados por tipos de belleza a la moda, mal
disfrazan la artificialidad de la figura y la vanidad frívola que ahí se
revela.
Tales personas son víctimas de una cultura que no cultiva el cuidado
propio de cada fase de la vida, con su belleza y luminosidad, y también
con las marcas de una vida vivida que dejó estampada en el rostro y en
el cuerpo las luchas, los sufrimientos, las superaciones. Tales marcas
crean una belleza singular y una luminosidad específica, en vez de fijar
a las personas en un tipo de perfil de un pasado ya vivido.
Cuidamos positivamente del cuerpo regresando a la naturaleza y a la
Tierra, de las cuales nos habíamos exiliado hace siglos, con una actitud
de sinergia y de comunión con todas las cosas. Esto significa
establecer una relación de biofilia, de amor y de sensibilización hacia
los animales, las flores, las plantas, los climas, los paisajes y la
Tierra. Cuando nos la muestran desde el espacio exterior –esas preciosas
imágenes del globo terrestre trasmitidas por los telescopios o por las
naves espaciales–, irrumpe en nosotros un sentido de reverencia, de
respeto y de amor por nuestra Gran Madre, de cuyo útero venimos todos.
Ella es pequeña, cosmológicamente ya envejecida, pero radiante y llena
de vida.
Tal vez el mayor desafío para el ser humano-cuerpo consiste en lograr
un equilibrio entre la autoafirmación sin caer en la arrogancia y el
menosprecio de los otros, y la integración en un todo mayor, la familia,
la comunidad, el grupo de trabajo y la sociedad, sin dejarse masificar y
caer en una adhesión acrítica. La búsqueda de este equilibrio no se
resuelve de una vez por todas, debe de ser trabajada diariamente, pues
se nos pide en cada momento. Hay que encontrar el balance adecuado entre
las dos fuerzas que nos pueden desgarrar o integrar.
El cuidado de nuestro estar-en-el-mundo incluye también nuestra
dieta: lo que comemos y bebemos. Hacer del comer más que un acto de
nutrición, un rito de celebración y de comunión con los otros comensales
y con los frutos de la generosidad de la Tierra. Saber escoger los
productos orgánicos o los menos quimicalizados. De ahí resulta una vida
sana que asume el principio de precaución contra eventuales enfermedades
que nos pueden sobrevenir por el ambiente degradado.
De esta manera el ser humano-cuerpo deja transparentar su armonía
interior y exterior, como miembro de la gran comunidad de vida.
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