El Ejecutivo se arroga el poder de sancionar un catálogo de conductas que afecta a las libertades
El Gobierno ha eliminado algunos de los disparates notorios que contenía
la primera versión del proyecto de ley sobre seguridad ciudadana. Sin
embargo, mantiene el propósito principal de la reforma, que tiende a
desplazar hacia el Ejecutivo la potestad de sancionar una serie de
conductas, algunas de ellas tipificadas como faltas en el Código Penal.
Lo que el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, presenta como
una intención despenalizadora supone, en la práctica, reducir la
capacidad del Poder Judicial para dilucidar lo que es sancionable y lo
que no.
Aquellos que denuncian un exceso de
protestas callejeras lo achacan a insuficiencias de la legislación o a
la lenidad de los juzgados —por aquello de que los infractores
encuentran en ellos comprensión o lentitud—. La legislación siempre se
puede mejorar dentro de los límites constitucionales, y es obvio que la
respuesta gubernativa es más rápida y ejecutiva que la judicial; pero es
una autoridad política, que se arroga también el derecho de llevar un
fichero de infractores: ¿quién lo controla, quién tiene acceso al mismo,
qué uso se puede hacer de los datos almacenados? Si el nuevo esquema
legal entra en vigor, el ciudadano solo podrá recurrir las decisiones de la Administración a posteriori y por una vía más costosa que la penal.
Conviene valorar ese refuerzo del poder gubernativo al observar el
catálogo de conductas que se pretende sancionar, desde perturbaciones de
actos públicos o reuniones (no comunicadas) ante órganos parlamentarios, hasta actuar contra los que
intenten impedir desahucios u ofendan los símbolos de España o de las
autonomías. Es evidente la finalidad de coartar protestas de carácter
político o social, extrañamente mezclada con la sanción de la oferta de
prostitución en zonas escolares y arcenes de carreteras, un aspecto
parcial del problema planteado por la oferta y demanda de servicios
sexuales.
Algunas de las rebajas de sanciones ya aceptadas, como las
que afectan a los insultos o difusión de imágenes de agentes de
seguridad, han sido criticadas por los sindicatos policiales. Otras
muchas medidas del proyecto interpelan, en cambio, a aquellos ciudadanos
que hacen cuestión de principio de los derechos y garantías. En todo
caso, el coste político y la zozobra que causa cada intento unilateral
de legislar en tales materias ya quedó muy claro con la llamada ley
Corcuera, y se debería haber aprovechado esa experiencia de los años
noventa para proceder ahora de un modo más reflexivo y consensuado.
El intervencionismo político en este terreno solo puede justificarse
para cortar la violencia. Los chispazos registrados no parecen tan
graves como para explicar el incremento del poder gubernativo. Estamos
ante un refuerzo preventivo
del arsenal sancionador; pero tratar de disuadir el uso pacífico de los
derechos de reunión y manifestación es injustificable bajo la
Constitución en vigor.
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