[La Vanguardia]. La película
Hanna Arendt, de Margarethe von Trotta ha sido ya muy comentada y no
quisiera hacer un nuevo comentario. Pero sí me gustaría reflexionar
sobre el pensamiento de Arendt de quien tomo el título de este artículo.
Hablar de “banalidad del mal” no es rebajar su gravedad, sino
aumentarla. Lo terrible del mal moral es que auténticas perversiones se
presentan y son vividas muchas veces como actos
triviales, indiferentes, casi buenos… Si llego a creer que una maldad
es un derecho mío (o un deber) o que una inmoralidad es una simple
“reforma”, resulta más fácil cometerla.
La teología de la liberación, al hablar
del “pecado estructural”, ayuda a comprender cómo el mal se banaliza:
porque no anida sólo en el interior de las personas sino en las redes
de la convivencia: usos, normas, leyes, valores ambientales… Ahí ya no
se lo percibe como maldad, sino como “algo normal”, quizá necesario.
Eichmann no era un asesino monstruoso sino un funcionario vulgar,
responsable de que unos señores subieran en unos trenes y llegasen a un
determinado lugar. Una pieza de engranaje ya no es moral ni inmoral: es
simplemente pieza. El mes pasado comenté que el que una mujer africana
mutile genitalmente a su propia niña no significa que sea un monstruo;
sólo muestra cómo grandes atrocidades se nos convierten en evidencias
cuando tienen el soporte de una convicción social. Lo mismo sucede con
la monstruosidad anónima del llamado mercado. Llamamos “economía de
mercado” a una economía “de la manipulación y el engaño”. Al cambiarle
el nombre ya no vemos más: pues ¿qué cosa más banal que un mercado?
Sin embargo, cuando Adam Smith
escribió su famosa página sobre “la mano invisible” del mercado, se
estaba refiriendo a una relación que se asienta sobre el conocimiento
personal y el diálogo: el tendero me conoce, no me quiere perder como
cliente y, precisamente por eso, puedo dejarle actuar egoístamente
porque me sé incluido en ese egoísmo. Ese contacto personal, los rostros
visibles, son la “mano invisible” del mercado. En cambio, lo que hoy
llamamos mercado se asienta sobre el desconocimiento de los actores y
sobre la publicidad (la cual, si piensa en mí, sólo busca halagar mis
instintos más bajos como modo de engañarme). Decisiones que me afectan
no las toma una persona cercana a quien conozco, sino una entidad
anónima, que no sé bien dónde está y se ampara en palabras abstractas:
“dirección, accionistas, consejos de administración”, etc. De este modo,
conductas canallescas e inmorales llegan a ser vividas como meros
fenómenos naturales. No se cometen crueldades, sólo “se hacen
inversiones”. Como Eichmann que sólo “organizaba transportes”.
Arendt explica: no es que Eichmann fuese un malvado, como querían los judíos para poder descargar su odio (perverso
también, pero ahora coloreado como justicia). Simplemente había
renunciado a llegar a ser hombre, lo cual es una de las mayores
tentaciones humanas. Por eso la reacción del Dios bíblico al pecado de
Adán es la pregunta: “hombre ¿dónde estás?”.
El contenido de esa humanidad lo brinda una espléndida y mínima frase
de Kant: “atrévete a pensar por tu cuenta” (sapere aude). Pensar no
designa actividades abstractas sino el encararse y paladear (¡“sapere”!)
las consecuencias de los propios actos, aunque sean obediencias y
“cumplimientos del deber”, degustando sus implicaciones globales y ese
contexto denunciado hace poco por el papa Francisco de “los que, en el
anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a
dramas…”. ¡Atrévete a pensar! Arendt repite a lo largo de la película
que ella “sólo busca comprender”. Así aprende que el mal es mayor de lo
que parece, precisamente porque puede “banalizarse”.
Otro ejemplo del hombre que ha cerrado sus ojos a esa interpelación
es, para mí, el presidente del gobierno. Le oímos decir mil veces que
está haciendo “lo que tiene que hacer”; incluso asegura que gracias a
eso estamos saliendo de la crisis. Pero, aunque esto último fuese
cierto, nunca se atrevió a pensar si el camino para esa salida tenía que
ser un 25% de niños desnutridos, familias modestas abocadas a dormir en
la calle cuando no pueden acogerlas los padres en sus casas, enfermos
condenados a muerte por un retraso imperdonable en una intervención
urgente y cientos de miles de seres humanos llevados no a una cámara de
gas pero sí a una cámara de asfixia personal
y social. En lugar de que las empresas se deslocalicen para irse a
trabajar a Birmania o a Túnez, lo que hace nuestro gobierno es
deslocalizar a España, con unas condiciones laborales dignas del tercer
mundo. Luego llamamos sacrificios del pueblo a la inmolación de esas
víctimas, y colorín colorado.
Rajoy no ha sido un malvado: estoy absolutamente seguro. Creerá
incluso (como Eichmann) que ha cumplido su deber. Pero el pecado
estructural se encarga de que ese supuesto “deber” sea una maldad,
disimulada y banalizada. Atreverse a pensar eso, podría ser el fin de
una carrera política. Por tanto, mejor “lavarse las manos” como Pilatos,
para quien lo importante era su propia carrera y cuidar las relaciones
entre el imperio romano y un pueblo difícil. Que eso costara la vida a
un inocente desarrapado…, era otra banalidad.
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