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martes, 12 de noviembre de 2013

“La banalidad del mal” J. I. González Faus



[La Vanguardia]. La película Hanna Arendt, de Margarethe von Trotta ha sido ya muy comentada y no quisiera hacer un nuevo comentario. Pero sí me gustaría reflexionar sobre el pensamiento de Arendt de quien tomo el título de este artículo.
Hablar de “banalidad del mal” no es rebajar su gravedad, sino aumentarla. Lo terrible del mal moral es que auténticas perversiones se presentan y son vividas muchas veces como actos triviales, indiferentes, casi buenos… Si llego a creer que una maldad es un derecho mío (o un deber) o que una inmoralidad es una simple “reforma”, resulta más fácil cometerla.

La teología de la liberación, al hablar del “pecado estructural”, ayuda a comprender cómo el mal se banaliza: porque no anida sólo en el interior de las personas sino en las redes de la convivencia: usos, normas, leyes, valores ambientales… Ahí ya no se lo percibe como maldad, sino como “algo normal”, quizá necesario. Eichmann no era un asesino monstruoso sino un funcionario vulgar, responsable de que unos señores subieran en unos trenes y llegasen a un determinado lugar. Una pieza de engranaje ya no es moral ni inmoral: es simplemente pieza. El mes pasado comenté que el que una mujer africana mutile genitalmente a su propia niña no significa que sea un monstruo; sólo muestra cómo grandes atrocidades se nos convierten en evidencias cuando tienen el soporte de una convicción social. Lo mismo sucede con la monstruosidad anónima del llamado mercado. Llamamos “economía de mercado” a una economía “de la manipulación y el engaño”. Al cambiarle el nombre ya no vemos más: pues ¿qué cosa más banal que un mercado?
Sin embargo, cuando Adam Smith escribió su famosa página sobre “la mano invisible” del mercado, se estaba refiriendo a una relación que se asienta sobre el conocimiento personal y el diálogo: el tendero me conoce, no me quiere perder como cliente y, precisamente por eso, puedo dejarle actuar egoístamente porque me sé incluido en ese egoísmo. Ese contacto personal, los rostros visibles, son la “mano invisible” del mercado. En cambio, lo que hoy llamamos mercado se asienta sobre el desconocimiento de los actores y sobre la publicidad (la cual, si piensa en mí, sólo busca halagar mis instintos más bajos como modo de engañarme). Decisiones que me afectan no las toma una persona cercana a quien conozco, sino una entidad anónima, que no sé bien dónde está y se ampara en palabras abstractas: “dirección, accionistas, consejos de administración”, etc. De este modo, conductas canallescas e inmorales llegan a ser vividas como meros fenómenos naturales. No se cometen crueldades, sólo “se hacen inversiones”. Como Eichmann que sólo “organizaba transportes”.
Arendt explica: no es que Eichmann fuese un malvado, como querían los judíos para poder descargar su odio (perverso también, pero ahora coloreado como justicia). Simplemente había renunciado a llegar a ser hombre, lo cual es una de las mayores tentaciones humanas. Por eso la reacción del Dios bíblico al pecado de Adán es la pregunta: “hombre ¿dónde estás?”.
El contenido de esa humanidad lo brinda una espléndida y mínima frase de Kant: “atrévete a pensar por tu cuenta” (sapere aude). Pensar no designa actividades abstractas sino el encararse y paladear (¡“sapere”!) las consecuencias de los propios actos, aunque sean obediencias y “cumplimientos del deber”, degustando sus implicaciones globales y ese contexto denunciado hace poco por el papa Francisco de “los que, en el anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas…”. ¡Atrévete a pensar! Arendt repite a lo largo de la película que ella “sólo busca comprender”. Así aprende que el mal es mayor de lo que parece, precisamente porque puede “banalizarse”.
Otro ejemplo del hombre que ha cerrado sus ojos a esa interpelación es, para mí, el presidente del gobierno. Le oímos decir mil veces que está haciendo “lo que tiene que hacer”; incluso asegura que gracias a eso estamos saliendo de la crisis. Pero, aunque esto último fuese cierto, nunca se atrevió a pensar si el camino para esa salida tenía que ser un 25% de niños desnutridos, familias modestas abocadas a dormir en la calle cuando no pueden acogerlas los padres en sus casas, enfermos condenados a muerte por un retraso imperdonable en una intervención urgente y cientos de miles de seres humanos llevados no a una cámara de gas pero sí a una cámara de asfixia personal y social. En lugar de que las empresas se deslocalicen para irse a trabajar a Birmania o a Túnez, lo que hace nuestro gobierno es deslocalizar a España, con unas condiciones laborales dignas del tercer mundo. Luego llamamos sacrificios del pueblo a la inmolación de esas víctimas, y colorín colorado.

Rajoy no ha sido un malvado: estoy absolutamente seguro. Creerá incluso (como Eichmann) que ha cumplido su deber. Pero el pecado estructural se encarga de que ese supuesto “deber” sea una maldad, disimulada y banalizada. Atreverse a pensar eso, podría ser el fin de una carrera política. Por tanto, mejor “lavarse las manos” como Pilatos, para quien lo importante era su propia carrera y cuidar las relaciones entre el imperio romano y un pueblo difícil. Que eso costara la vida a un inocente desarrapado…, era otra banalidad.
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