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¡Continuidad! Es la palabra que, tras haber asumido el papa Francisco como propia la encíclica Lumen fidei, escrita casi en su totalidad por Benedicto XVI, mejor expresa el tránsito del pontificado “benedictino” al “franciscano” tanto en los destinatarios de la encíclica, a quienes cita manteniendo la estructura jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros, personas consagradas, fieles laicos), como en su contenido teológico academicista. Continuidad que confirmó el presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe Gerhard L. Müller en la presentación: “Quien lo lea podrá notar enseguida –más allá de las diferencias de estilo, de sensibilidad y de acentos- la continuidad sustancial (subrayado mío) del mensaje del papa Francisco con el magisterio de Benedicto XVI”.
¡Decepción! Es la palabra que mejor refleja mi actitud intelectual tras la lectura de la encíclica, que recoge en su integridad la teología del cardenal Ratzinger inspirada en San Agustín y San Buenaventura. Somos muchas las personas -cristianas o no- que esperábamos si no una ruptura de Francisco con los dos pontificados anteriores, sí, al menos, cierto distanciamiento, un nuevo rumbo y una nueva manera de hablar de la fe y de presentar el cristianismo en sintonía con sus palabras, actitudes, gestos e iniciativas de reforma de la organización eclesiástica, así como con su compromiso de construir una Iglesia de los pobres y para los pobres, su defensa de los derechos de los inmigrantes y sus severas denuncias contra el capitalismo y la corrupción en la Iglesia.
A mi juicio, la encíclica no toma en serio la crisis de la fe cristiana y de las religiones en general en el mundo contemporáneo, y no analiza sus causas con la profundidad y el rigor que merecen. Tampoco asume responsabilidad alguna en ella, ni propone respuestas acordes con la trascendencia del fenómeno. La encíclica parece no ser consciente del cambio de era que estamos viviendo e, insensible a los nuevos desafíos, sigue dando respuestas del pasado a preguntas del presente. En este aspecto se aleja del Concilio Vaticano II (1962-1965), que en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual analiza el fenómeno del ateísmo, sus distintas formas, raíces y causas, y asume la parte de responsabilidad no pequeña que corresponde a los cristianos en la génesis del ateísmo moderno. Entonces Joseph Ratzinger era un joven teólogo asesor del Concilio; hoy es un papa emérito obsesionado con la dictadura del relativismo y aferrado a verdades dogmáticas.
La encíclica apenas toma en serio la crítica moderna de la religión en sus diferentes manifestaciones: filosófica, política, económica, científica, psicológica. Se limita a una cita tópica de Nietzsche, a otra de Wittgenstein sacada de contexto y a una tercera de Dostoievski. No tiene en cuenta la crítica radical e iconoclasta que hacen a los monoteísmos, y especialmente a la fe cristiana, los nuevos ateísmos de determinados sectores filosóficos y científicos muy influyentes en los actuales climas culturales. Tampoco contempla el radical cuestionamiento que hace al cristianismo el mundo de la pobreza estructural y de la injusticia del sistema, que afecta a dos terceras partes de la humanidad, cuando es de ese mundo de donde vienen las voces, a veces en forma de silencio sufriente, más interpelantes, la crítica más severa de la fe cristiana y la más difícil de refutar.
La preocupación fundamental de la encíclica se centra en la relación entre fe y razón, fe y verdad, amor y conocimiento de la verdad, unidad e integridad de la fe, sacramentos y transmisión de la fe, dimensión eclesial de la fe, etc. Es una problemática ciertamente importante, pero en buena medida europea y poco relevante en otros entornos geo-culturales, como las comunidades indígenas y afrodescendientes de América Latina, el cristianismo africano y su relación con las religiones originarias y el cristianismo asiático en diálogo con las religiones orientales.
La encíclica deja de abordar la relación entre cristianismo y liberación, fe y lucha por la justicia, esperanza teologal y compromiso, fe cristiana y opción por los pobres, la fe en el diálogo interreligioso, la interculturalidad de la fe, etc. En ella no aparecen los pobres, la liberación, la opción por los pobres, que constituyen la más genuina “luz de la fe” y son verdades teológicas y actitudes éticas radicales.
La encíclica ofrece una exposición doctrinal androcéntrica con un lenguaje patriarcal. Habla constantemente de “hombre contemporáneo”, “hermano”, “Dios como Padre común”, “fraternidad universal entre los hombres”, “amor inagotable del Padre”, etc. Solo en una ocasión se refiere al hombre y a la mujer: en el apartado sobre “Fe y familia”. Y lo hace para referirse al matrimonio como “unión estable de un hombre y de una mujer” y a “la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne y ser capaz de engendrar una nueva vida”. Estamos ante una concepción homófoba de la fe y del amor, de la familia y del matrimonio.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus últimos libros son Otra teología es posible. Pluralismo religioso, interculturalidad y feminismo (Herder, 2012, 2ª ed.) e Invitación a la utopía (Trotta, 2012).
(EL País, 10 de agosto de 2013
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