Es una tarde preciosa de marzo, entreverada de sol y de lluvia. Vuelvo de Bilbao por la autopista. Todos los colores florecen en el campo, y entre el cielo y la tierra se levanta un arcoíris, milagro de pura belleza, tangible e inasible. ¡Dios mío! La luz arqueada en colores ciñe el cielo, corona la tierra. El cielo se curva abrazando a la tierra, la tierra se abre acogiendo al cielo. ¿Cómo extrañarse de que en el libro bíblico del Génesis, tras el desastre del diluvio universal, el arcoíris sea el signo de la alianza universal a favor de la vida, y de se pongan en labios de Dios, Presencia Real, estas palabras: “Cuando en las nubes aparezca el arco, me acordaré de mi alianza con vosotros y con todos los vivientes de la tierra”?
Mientras tanto, en la radio discuten sobre la figura y el legado de Hugo Chávez. Todo es blanco o negro. ¿Dónde quedan los colores del campo y del arcoíris: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta, fundiéndose los unos en los otros? ¿Qué será de Venezuela, y de todos nosotros, si descuidamos el respeto de la diferencia y el cuidado del futuro común, el único futuro?
Venezuela no está bien, ni podrá estarlo mientras se divida o la dividamos entre buenos y malos. Está bien que cada uno emita su diagnóstico de acuerdo a lo que ve, pero no sin primero reconocer que nada es de un color y que nadie lo ve todo. La expresión de la propia opinión y el respeto de la ajena son un mismo derecho y un mismo deber. Yo, desde tan lejos, no tengo una opinión fundada y segura, pero arriesgo una palabra, y pido perdón de antemano a los de un lado y a los del otro, y envío a todos un enorme abrazo en esta encrucijada suya que es a la vez universal.
Mirando desde aquí, hay que reconocer y lamentar que Hugo Chávez no ha logrado ofrecer los grandes remedios necesarios para los grandes males de su país. Pero hay que reconocer también que, dígase lo que se diga, a Hugo Chávez le ha dolido en sus entrañas la llaga más grave de su país, la pobreza, y que ha denunciado con razón a tiempo y a destiempo a los poderes financieros –de dentro y sobre todo de fuera del país– como el principal responsable de esa llaga, la más sangrante de todas. Y que él nunca robó a los pobres. Nadie le puede negar ese honor supremo.
Comprendo a quienes se preguntan si no ha malgastado el inmenso cariño de la mayoría de los venezolanos y las inmensas riquezas de sus tierras. Comprendo a quienes preguntan para qué ha servido tanta retórica brillante, incluso tanta generosidad, por qué tras más de 14 años de gobierno la situación de un país tan rico sigue siendo tan pobre, por qué está tanto déficit y la economía tan hundida tras haber gastado más de un millón de millones de dólares, por qué debe importar gasolina teniendo las mayores reservas de petróleo, por qué no ha aplicado más solución que la devaluación del bolívar hasta el 32%. Comprendo a quienes reprochan a Chávez su estilo populista, cierto talante caudillista y un clientelismo siempre limítrofe de la corrupción, y sus medidas contra la libertad de prensa cerrando medios de comunicación que le eran hostiles, y también sus dudosas alianzas internacionales con regímenes dictatoriales como la Libia de Gadafi, Corea del Norte, Irán, Siria…
De acuerdo, no lo ha logrado. Pero justo es reconocer que Hugo Chávez se ha empeñado en cuerpo y alma por la causa más santa, la causa de los más pobres, y que en ese empeño se ha dejado la salud y la vida. Conozco a muchas personas cultas y ponderadas que son críticas de Chávez, y me merecen atención. Pero hace un año y medio, un sabio jesuita amigo me dijo algo que me quedó muy grabado: “Yo soy chavista, porque los pobres son chavistas”. Los más pobres han estado con él, y me pregunto si no es ése un criterio decisivo, al menos para quienes queremos dejarnos guiar por el evangelio de Jesús. Ciertamente, la buena voluntad y la solidaridad con los pobres no justifican los errores señalados. Es preciso que los pobres tengan un presente mejor y puedan tener también un futuro digno, para que el pan de hoy no se vuelva hambre de mañana. Existen riesgos de que así sea, en este mundo en que hay demasiados poderes empeñados en que los esfuerzos a favor de los últimos.
A pesar de todo ello, o justamente por ello, ¡ojalá hubiera muchos dirigentes con la misma determinación en favor de la justicia y con la misma compasión por las masas empobrecidas del país y por los pueblos desheredados del planeta! Chávez no ha acertado a realizar su verdadera revolución bolivariana, tal vez en buena medida porque los grandes poderes no estaban interesados y no se lo han permitido. Pero el sueño sigue vigente, ha de seguir en pie.
Y esto sí ha de quedar negro sobre blanco: la peor dictadura del planeta es la financiera; los grandes bancos y entidades financieras, con el beneplácito activo o con la resignación pasiva de los más grandes gobernantes políticos, son los principales responsables de los peores males de Venezuela y del resto de los países. Ellos deciden los precios del petróleo, del trigo y del café. Ellos ponen y deponen, sostienen y derrocan dictadores de acuerdo a sus intereses. Ellos matan más que nadie. Ellos fabrican y venden armas a niños soldados. Ellos controlan lo que nuestros periódicos, radios y televisiones dicen o callan, informan o desinforman, y abren y cierran cuantos medios de comunicación les viene en gana. Ellos lideran ciegamente la devastación galopante de la madre Tierra y de los pueblos pobres. Ellos más que nada y más que nadie condenan al hambre y a la miseria a más de mil millones de habitantes, y al paro y la desesperación a la mitad de nuestros jóvenes. Ellos son los grandes enemigos de la creación y del Génesis, de la alianza de la vida, del arcoíris de todos los vivientes. Ellos impiden más que nadie que las grandes reformas emergentes en América Latina puedan prosperar. “Ellos” no son nadie: son el sistema ciego y sus ciegos gestores. Hay que despertarlos por el bien de todos, también de ellos mismos.
Sin embargo, vuelvo a mirar al arcoíris como un signo de esperanza. El mundo no está dividido entre buenos y malos. Venezuela tampoco. Hay que denunciar lo que nos parece ser ignominia, pero no para condenar a nadie, sino para salvar a todos. Y escuchar humildemente el aviso del profeta: “Vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora” (Oseas 6).
Que nuestra misericordia sea un arcoíris. Que los venezolanos, ahora sin Chávez, no sigan enfrentados, con Chávez o contra Chávez, los unos contra los otros. Que se reconozcan hermanos en todos sus tonos y matices, en sus mares verdes, en sus corales blancos, en sus playas de tantos, en las cataratas de Kerepakupai-Vena (Salto Ángel), las más altas de la Tierra, en cuyas cascadas de luz y de agua se forman sin cesar arcoíris que unen el cielo y la tierra, las cimas con los valles y los ríos, y a todos los vivientes en una misma alianza de origen y destino.
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