Tal como está legislado, en el vigente Código de Derecho Canónico, el ejercicio del papado lleva consigo una serie tan desmesurada, tan desproporcionada, de títulos, poderes, derechos, obligaciones, exigencias (religiosas, políticas, económicas, diplomáticas, doctrinales, pastorales, sociales…), que, si quien ejerce ese cargo se pusiera de verdad a llevar todo eso adelante, pronto, muy pronto, se daría cuenta de que no puede con el cargo. Y si se empeñara en llevar las cosas hasta el límite de lo que tal cargo le exige, el titular del papado no tardaría en enfermarse y hasta es probable que su psiquismo se resentiría pronto e incluso es posible que llegase a trastornarse muy seriamente.
Baste pensar que no hay otro cargo en el mundo que entrañe los poderes, exigencias y obligaciones que entraña el papado. Un poder que es “supremo, pleno, inmediato y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente” (can. 331), es un poder absoluto, que abarca a más de mil doscientos millones de súbditos. A esos más de mil millones de personas, el papa puede premiarlos, reprenderlos, castigarlos, hacerlos obispos, concederles títulos, quitarles todo eso… La lista de posibilidades es interminable. Además, no olvidemos que el papado es un cargo doble: es uno de los grandes líderes religiosos del mundo; y es también un jefe de Estado.
Se dirá que no hay papa que se dedique a hacer todo eso. Y es cierto. Porque no hay papa que pueda ejercer el papado con todas sus consecuencias y exigencias. O sea, no hay papa que cumpla exactamente con el cargo del papado.
Ya sé que el papado cuenta siempre con la Curia Vaticana. Pero, a la vista de las cosas que estamos sabiendo que ocurren en la Curia (las que podemos saber….), se tiene la impresión de que, con frecuencia, la Curia es más una carga que una ayuda. Lo cual es comprensible. Porque el poder, que ejerce el papado, es un poder que se basa en la sumisión libre de las conciencias (no en el control de jueces y policías). Ahora bien, siendo como somos los mortales, tan fuertemente condicionados por el “deseo” (Ex 20, 17) de tener, de subir, de alcanzar cargos y títulos, sin reparar (con frecuencia) en miedos a ocultar lo que sea necesario, para conseguir el logro de lo que codiciamos, díganme Ustedes si un hombre puede controlar, pensar y decidir todo lo que eso supone y demanda.
Nos lamentamos de los escándalos y abusos de clérigos de todo rango. Durante décadas, los papas ocultaron todo eso. Como se han ocultado tantas otras cosas de orden político, económico, religioso… ¿Por qué sucede todo eso? Sencillamente porque el hombre que ejerce el papado no es “supermán”. Es un ser humano. Con las posibilidades y limitaciones propias de todo ser humano. El papado entraña un cargo que ha abarcado tanto poder, que se encuentra en la penosa situación de no poder ejercerlo como eso se merece y necesita.
Para decirlo en pocas palabras, si tomamos el ejercicio del papado verdaderamente en serio, nos vemos abocados a la inevitable conclusión de que es el despropósito más exagerado que jamás se pudo imaginar.
¿No valdría la pena que alguien, con conocimiento y competencia en temas de derecho eclesiástico, se atreviera a demostrar, Código en mano, que el papado es un cargo imposible de ejercer? Sobre todo, si al posible canonista competente, le aportan los conocimientos indispensables la medicina, la psicología, la sociología, las ciencias políticas, etc, etc. Quedaría patente – insisto – que un Conclave es una solemne reunión para tomar una decisión que, si somos consecuentes, nos vemos obligados a “sospechar” (por lo menos eso), que siempre será una decisión condenada a la frustración o quizá al fracaso.
Y si no llegamos a tanto, no nos damos cuenta del fracaso porque el papado es el cargo mundial en el que las apariencias se superponen a la realidad hasta tal punto, que esa realidad, “ser Vicario de Jesucristo en la tierra”, o sea, “hacer las veces de Cristo en este mundo”, es una realidad que únicamente grupos reducidos (entre los 1.200 millones de católicos) se la toman en serio. Y seguramente son menos los que se la creen. Porque no es creíble. Y si es que hay quien se lo toma en serio y se lo cree, que reflexione, al menos por un instante, en qué se parece aquel humilde y pobre Jesús, que nació en un pesebre y murió colgado de una cruz, a esa figura revestida del lujo, el boato y la pompa que exige el papado. Un boato, unos poderes y una solemnidad sin los cuales el papado dejaría de ser lo que es.
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