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sábado, 2 de febrero de 2013

Cuidar la vida José Arregi, teólogo

“Cuidar la vida” es un magnífico título para un pequeño gran libro de Juan Masiá (Herder-RD, 2012). Cuidar la vida es el objetivo y el criterio de todas nuestras acciones y opciones, y de todas nuestras instituciones. Ahora que el famoso biólogo genetista de Harvard George Church ha anunciado poseer la técnica para poder resucitar al hombre del Neanderthal clonando su ADN, ¿debemos o no debemos hacerlo? ¿Y con qué criterio lo decidiremos? El cuidado de la vida de todos los vivientes es el criterio. Recuperar a los mamuts, resucitar al Nenanderthal o crear un conejo volador ¿será bueno para la vida del Neanderthal, del mamut o del conejo volador, y para la vida de todos los seres vivientes? Claro que con este criterio no se resolverán todas las cuestiones, pero a él deberemos volver una y otra vez en nuestra perplejidad.
La vida es demasiado preciosa y vulnerable para no cuidarla con esmero. Hizo bien Juan Pablo II en reivindicar la cultura de la vida y en denunciar la cultura de la muerte. Hay demasiada amenaza de la vida en eso que llamamos cultura. Y una cultura que hiere y amenaza la vida es negación de la “cultura”, que significa cultivo, cuidado. Solo hay cultura donde hay cuidado.
Lo que no hizo bien Juan Pablo II fue identificar la cultura de la vida con la religión y la cultura de la muerte con el abandono de la religión, ni hizo bien en identificar la cultura de la vida con la institución eclesiástica y la cultura de la muerte con la sociedad laica o laicista. Toda institución religiosa puede servir para cuidar la vida, pero también para oprimirla.
Cuando en una religión predominan la imposición y el miedo, hiere la vida. Cuando blande la condena, hiere la vida. Y hay que lamentar que la Iglesia católica que se dice “de Jesús”, llamada a curar y cuidar, eche mano tan a menudo de interminables y ásperas condenas cuando habla de la vida en su azaroso origen y en su incierto final: los anticonceptivos, la reproducción médicamente asistida, la investigación con embriones en estadio preimplantatorio, la píldora del día después para impedir la fecundación, toda interrupción del embarazo en todas las fases y en todos los casos, las medidas que abrevian la vida cuando ésta ha dejado de ser para alguien lo suficientemente digna… todas estas prácticas y quienes las realizan están condenadas. Pero las condenas no son amigas de la vida. Las condenas son rígidas y agrias. La vida es flexible y amable.
El libro de Juan Masiá es una sencilla, profunda, muy cuidada bioética del cuidado. Un programa de cuidado de la vida en su delicada génesis inicial y en su doloroso tránsito final (aunque esta expresión “tránsito final” es un contrasentido, pues todo tránsito abre la vida al futuro).
Destacaría tres claves que guían esta bioética del cuidado: el diálogo permanente con las ciencias, el carácter evolutivo y procesual de la vida, el signo de la interrogación y de la incertidumbre.
1. Es, en primer lugar, una bioética en diálogo constante con las ciencias. No todo lo que la técnica es capaz de hacer es bueno sin más. Pero no todo lo novedoso, por escandaloso que parezca, es malo de por sí El cuidado de la vida requiere discernir con atención y esmero las nuevas posibilidades que la ciencia y la tecnología descubren sin cesar, sin canonizarlo todo de antemano y sin condenarlo todo a priori. Nunca agradeceremos bastante a la ciencia, a todos los científicos que han permitido aliviar tantos dolores, salvar tantas vidas, sanar tantas heridas. Pero no pocas veces el ser humano se vuelve víctima de su saber y de su tecnología. Ícaro quiso volar tan alto, que sus alas de cera se derritieron, cayó al mar y se hundió. La ciencia ha provocado y puede provocar terribles sufrimientos. Las minas anti-persona, las armas químicas, una bomba de racimo… son cosas terribles inventadas por la ciencia. Y es terrible pensar que la mayor parte del progreso científico tiene un uso militar destructor. Las ciencias son como nosotros mismos: capaces de cuidado y de daño.
Será bueno lo que contribuye a hacer la vida más buena, sana y feliz. Será malo lo que no. Y muchas veces no sabremos si es bueno o malo: ¿Es buena la clonación? ¿Es buena la manipulación genética? ¿Es buena la investigación con embriones? Pues depende, como casi todo. Depende de la finalidad y de las condiciones. Depende, en último término de esa delicada y a veces incierta proporción entre el bien que se quiere lograr y los posibles daños que se pueden provocar.
La verdadera ciencia es humilde y cautelosa, y ha de regirse por la ética del cuidado, por el respeto a la vida y a todos los seres. Pero la ética, a su vez, solamente puede orientar y promover el cuidado desde la escucha humilde y el diálogo permanente con la ciencia en todas sus ramas. El fanatismo es la peor amenaza de la religión y de la vida.
Y uno de los mayores peligros del fundamentalismo es su argumento de que la vida depende de Dios y, por lo tanto, no se puede interferir en su génesis, en su desarrollo, en su desenlace. No es verdad. Somos providencia de Dios para nosotros mismos, como dijo Santo Tomás de Aquino. Dios no es un Ente o un Agente Supremo que imponga leyes y actúe por sí mismo desde fuera. Dios es el Corazón y el Fondo de todo cuanto es, y no tiene más ojos ni manos que la realidad entera y nosotros en ella, pues “en Él nos movemos, vivimos y somos” y Él en nosotros, en todo cuanto es. La creación continúa, y tiene lugar a través de las propias criaturas, a través de la propia materia que no sabemos qué es ni si es eterna. No se trata de “jugar a ser dioses”, sino de encarnar el juego divino de la creación.
“Que ciencia y ética, de la mano, sigan estudiando y avanzando; con prudencia, pero avanzando”, dice Juan Masía, citando un mensaje del episcopado japonés.
2. En segundo lugar, se trata de una bioética acorde con el carácter procesual y evolutivo de la vida. Se nos había enseñado como principio metafísico que lo más no puede nacer de lo menos. Pues bien, las ciencias han demostrado que sí: lo más nace de lo menos, como un organismo vivo nace de un organismo no vivo, como un cerebro más complejo y capaz nace de otro menos complejo y capaz. Venimos de polvo de estrellas extinguidas; la vida ha nacido de los elementos químicos como el Carbono, el Nitrógeno, el Oxígeno y otros, producidos en su proceso de extinción. Y las formas nuevas y más complejas de vida que puedan formarse de lo que ahora somos nosotros no lo sabe nadie, “ni Dios lo sabe”.
Todo cuanto es, desde la bacteria minúscula hasta las ballenas azules, desde el gusano a la especie humana, desde el quark hasta las galaxias, desde el sol que nos hace vivir hasta las estrellas ya extinguidas pero que aún seguimos viendo en el cielo (de lo lejos que estaban, pues es ahora cuando su luz nos llega), todo ha surgido en el mismo proceso, y todo está relacionado con todo. El ser es interser. Por eso, todo cuanto es, no solamente el ser humano, merece veneración y cuidado.
La vida es un proceso continuo y a la vez discontinuo, como un amanecer. No se puede separar el resultado final de las condiciones iniciales, pero no se pueden identificar las condiciones iniciales con el resultado final. El adulto viene del bebé, el bebé viene del feto, el feto viene del embrión, el embrión viene del blastocisto, el blastocisto viene del cigoto o fusión de un espermatozoide y un óvulo. Pero el cigoto de 24 horas no es equiparable a un adulto, ni a un bebé, ni a un feto, ni a un embrión.
El roble nace de una bellota, pero tirar una bellota no es matar un roble, según la expresiva imagen utilizada por Laín Entralgo, que recoge Masiá. La bellota no es el roble, el pre-embrión no es el embrión ni el embrión es el feto, ni el feto es el bebé, ni el bebé es el adulto. Yo fui embrión, pero el embrión no era yo, dice con razón el biólogo Carlos Alonso Bedate, citado por Masía.
3. En tercer lugar, es una bioética bajo el signo de la interrogación y la incertidumbre. No es una “ética de recetas” y de respuestas automáticas para todas las cuestiones, sino una “ética de búsqueda e interrogación”, una “ética perpleja e interrogante”. No pocas veces, las situaciones son inéditas y requieren inventar y arriesgar. Muy a menudo, las cuestiones son tan complejas que no admiten una respuesta simple, una solución prefabricada. Y puesto que la vida avanza y cambia, nunca hay una solución definitiva para ninguna cuestión.
El cuidado de la vida conlleva la escucha y el respeto de cada viviente, y de manera especial del ser humano en su situación siempre singular e irremplazable. El cuidado de la vida requiere buscar el máximo bien común posible del máximo posible de vivientes, pero el bien común de los vivientes requiere a su vez del máximo respeto posible al bien y a la decisión del viviente particular.
Y cuanto más cuidadosa es la mirada, más grande es la incertidumbre: nos encontramos constantemente en un conflicto de vivientes, en una encrucijada de intereses, de bienes, de opciones contrapuestas, y la solución nunca viene de lo alto, no se encuentra escrita en los libros, ni puede ser dictada por ninguna autoridad sagrada. Habremos de seguir buscando y bendiciendo, no imponiendo y condenando.
No hace todavía 200 años que el papa León XII condenó la vacuna anti-viruela en nombre de la ley natural. ¿Y por qué no la aspirina, que no brota en las huertas? ¿Y por qué no el móvil y el I Pad que no crecen en los bosques? ¿Por qué ese empeño en separar naturaleza y cultura, cuando nuestra vocación es el cultivo o el cuidado de la naturaleza y cuando la cultura ella misma es una manifestación más de la naturaleza en su permanente transformación y en su inagotable potencialidad?
¡Gracias, Juan! Eres una bendición de la naturaleza. Tu bioética del cuidado es una bendición para la naturaleza viviente que somos y debemos seguir cuidando.

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