CUANDO UN PUEBLO SE EQUIVOCA
Es bastante frecuente entre nosotros atribuir al «pueblo» las posturas y posiciones que cada uno trata de defender. Fácilmente se lanzan consignas, se adoptan decisiones y se realizan acciones en nombre de un pueblo que supuestamente las defiende.
Es bastante frecuente entre nosotros atribuir al «pueblo» las posturas y posiciones que cada uno trata de defender. Fácilmente se lanzan consignas, se adoptan decisiones y se realizan acciones en nombre de un pueblo que supuestamente las defiende.
Nadie se atreve a elevar una voz que pueda parecer contraria al pueblo. Hay que hacer ver que nuestra palabra es expresión clara de la voluntad del pueblo.
Todo sucede como si la apelación al pueblo fuera el criterio definitivo para juzgar de la validez y el carácter justo de lo que se propone.
Este deseo de defender lo que el pueblo quiere, debe ser, sin duda, la actitud de todo hombre que busca el bien común frente a intereses egoístas y exclusivamente partidistas.
Pero, sería una equivocación pensar que la única manera de amar a un pueblo es identificarnos con todo lo que ese pueblo dice y aprobar acríticamente todo lo que ese pueblo hace.
Un pueblo, por el hecho de serlo, no es automáticamente infalible. Los pueblos también se equivocan. Los pueblos también son injustos.
Y es entonces, precisamente, cuando ese pueblo necesita hombres que le digan con sinceridad y valentía sus errores y su pecado. Hombres que, movidos por su amor leal al pueblo, se atrevan a levantar una voz quizás molesta y discordante, pero que ese pueblo necesita escuchar para no deshumanizarse.(LEER EL EVANGELIO)
Un pueblo que no tiene en cada momento hijos que se atrevan a denunciarle sus errores e injusticias, es un pueblo que corre el riesgo de ir «perdiendo su conciencia».
Quizás el mayor pecado de un pueblo sea el ahogar la voz de sus profetas, gentes a veces muy sencillas pero que conservan como nadie lo mejor y más humano de un pueblo.
Y cuando un pueblo reduce al silencio a estos hombres y mujeres, se empobrece y queda sin luz para caminar hacia un futuro más humano.
Es triste constatar que el refrán judío continúa siendo realidad: «Ningún profeta es bien mirado en su tierra». Y los pueblos siguen desoyendo a sus profetas como aquél de Nazaret que expulsó un día a Jesús, el mejor y más necesario para el pueblo.
Todavía hoy se da entre los cristianos un cierto «elitismo religioso» que es indigno de un Dios que es amor infinito. Hay quienes piensan que Dios es un Padre extraño que, aunque tiene millones y millones de hijos e hijas que van naciendo generación tras generación, en realidad solo se preocupa de verdad de sus «preferidos». Dios siempre actúa así: escoge un «pueblo elegido», sea el pueblo de Israel o la Iglesia, y se vuelca totalmente en él, dejando a los demás pueblos y religiones en un cierto abandono.
Más aún. Se ha afirmado con toda tranquilidad que «fuera de la Iglesia no hay salvación»,citando frases como la tan conocida de san Cipriano, que, sacada de su contexto, resulta escalofriante: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre».
Es cierto que el Concilio Vaticano II ha superado esta visión indigna de Dios afirmando que«él no está lejos de quienes buscan, entre sombras e imágenes, al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas, y el Salvador quiere que todos los hombres se salven» (Lumen gentium i6), pero una cosa son estas afirmaciones conciliares y otra los hábitos mentales que siguen dominando la conciencia de no pocos cristianos.
Hay que decirlo con toda claridad. Dios, que crea a todos por amor, vive volcado sobre todas y cada una de sus criaturas. A todos llama y atrae hacia la felicidad eterna en comunión con él. No ha habido nunca un hombre o una mujer que haya vivido sin que Dios lo haya acompañado desde el fondo de su mismo ser. Allí donde-hay un ser humano, cualquiera que sea su religión o su agnosticismo, allí está Dios suscitando su salvación. Su amor no abandona ni discrimina a nadie. Como dice san Pablo: «En Dios no hay acepción de personas» (Romanos 2,11).
Rechazado en su propio pueblo de Nazaret, Jesús recuerda la historia de la viuda de Sarepta y la de Naamán el sirio, ambos extranjeros y paganos, para hacer ver con toda claridad que Dios se preocupa de sus hijos, aunque no pertenezcan al pueblo elegido de Israel. Dios no se ajusta a nuestros esquemas y discriminaciones. Todos son sus hijos e hijas, los que viven en la Iglesia y los que la han dejado. Dios no abandona a nadie.
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