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jueves, 14 de febrero de 2013

a oportunidad de volver a “echar las redes” Javi Baeza – Cura en C.P. San Carlos Borromeo (Madrid)

Ante la renuncia de Benedicto XVI la primera sensación que se me viene a la cabeza –recibí la noticia por la radio saliendo de visitar a cuatro personas que están presas en la cárcel de Navalcarnero (dolor, soledad, desesperación… drama vital a raudales)- digo, la primera sensación es de naturalidad.
Entiendo que la edad es un hándicap imponderable o una oportunidad para todo ser humano. De ahí la normalidad: es importante la humanización de alguien que, ostentando dicho puesto de poder, es capaz de encarar la vejez desde la normalidad. Los seres humanos tenemos finitud, todos. Y esto, para los creyentes, es fundamental.
Y como ciudadanos de un mundo globalizado, en estos tiempos en los que escuchamos reiteradamente “continúo por el servicio a los ciudadanos” es importante asumir las limitaciones que –por distintas causas- se tengan para continuar en el cargo.
Por tanto la normalidad es la primera sensación positiva.
Otro elemento a considerar, teniendo en cuenta que hablamos de un hombre muy poderoso e influyente en todo el orbe, es el fin de nuestra existencia. Estamos llamados a servir. El Evangelio en esto es bastante claro: “los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos” (Evangelio de Mateo 20.16). Por eso es bueno dar este quiebro, como en otras ocasiones en la historia de la iglesia, en cuanto a la renuncia de poder. Estando llamados a servir –eternamente-, no podemos estar también llamados a dominar hasta que la edad y la muerte acaben con nosotros.
Otra perspectiva a considerar, más allá de cómo se hayan hecho las cosas en el pasado -creo que de manera bastante deficitaria y negativas, evangélicamente hablando- es el hecho de que tenemos la oportunidad de dar otro paso importante en la vida de las comunidades creyentes. Sería una oportunidad para que los creyentes de base, en parroquias, comunidades, movimientos… tuviésemos la oportunidad de exponer cuáles son nuestras preocupaciones y quién sería la persona que podría asumir –en este caso en el mundo- el liderazgo de su defensa y representación: ante las guerras, el capitalismo, la violencia del narcotráfico, el problema de la vivienda, la trata de personas y la explotación de los migrantes, el hambre, el comercio de armas, la ablación y violaciones, la persecución de la hospitalidad… Una persona en quien el pueblo de Dios, como dice el tan celebrado Concilio Vaticano II en el capitulo II de la LUMEN GENTIUM, pudiéramos ver un referente. Alguien que no sólo hace discursos desde el poder como otros insignes personajes públicos, sino que desde la realidad de los violentados y crucificados de este mundo llamase a la esperanza, a la lucha por un mundo nuevo, al amor entretejido en la diferencia y diversidad.
Al ser una comunidad de hermanos –pueblo de Dios- los cristianos en la base, cerca de los obreros y acompañando a los crucificados de este mundo, no podemos dejar pasar la ocasión para recordarnos, desde el primero al último -y a la inversa-, que nuestra vida y estructuras, tienen que estar medidas por el crisol del Evangelio: conocemos a Jesús cuando “al desnudo vestimos, al hambriento colmamos de bienes, al sediento dimos agua, al preso visitamos, al inmigrante acogimos…” (Evangelio de Mateo 25.40)
Puede ser el tiempo oportuno para volver a echar las redes comunitarias de la incorporación de todo el pueblo de Dios o seguir construyendo un edificio fortaleza que nuble el acercamiento a la invitación que el Evangelio de Jesús nos hace.
Si Benedicto XVI ha renunciado a seguir ocupando este lugar de poder, es necesario que todos en la Iglesia miremos el ejemplo a seguir que no es otro que aquél que compartió la suerte de los últimos, que se revistió de misericordia como herramienta fundamental de anunciar su buena nueva y que más allá de incomprensiones y desavenencias siguió apostando por el no juicio: “yo tampoco te condeno” (Evangelio de Juan 8.11) y reclamando la fuerza fundamental del ser humano: “tu fe te ha salvado” (Evangelio de Lucas 7.50)

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