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viernes, 18 de enero de 2013

Otra música, la música José Arregi, teólogo

El pasado día 8, acompañado de dos franciscanos, asistí en Bilbao a un concierto en homenaje a Félix Ibarrondo, amigo franciscano músico compositor (no sé en qué orden debo escribirlos), con ocasión de sus 70 cumpleaños. La soprano Donatienne Michel-Dansac y el grupo Krater Ensemble interpretaron tres obras del propio Ibarrondo, así como sendas composiciones de Georges Aperghis y de Beat Furrer, y una obra de estreno de Xabier E. Adrien.
Es una música muy distinta de aquella a la que estoy habituado, y me brinda la ocasión para volver a plantear cuestiones de largo alcance y de difícil respuesta: Si los cánones estéticos cambian tanto, ¿qué valen nuestros juicios? En asuntos de belleza, ¿todo es en el fondo cuestión de gustos? (En asuntos de verdad, ¿todo es solamente cuestión de opiniones?). Y si decimos que no, ¿qué es la belleza?, ¿qué es la música?, ¿cuándo una música es bella?
Si hubiéramos escuchado unas Cantatas de Bach, la Patética de Beethoven o Las vísperas de Rachmaninof, yo no hubiera duda en decir: “¡Qué belleza! ¡Qué maravillosa armonía! ¿Qué sobrecogedoras melodías!”. Y nadie me lo hubiera discutido. Pero ¿qué decir de la música de Ibarrondo? ¿Son bellas sus obras Iruki, Silencios Ondulados y Ekain que disfrutamos –pues es indudable que disfrutamos– la semana pasada? Reconozco que quedé y sigo perplejo, y no sabría qué responder. Y no es tanto porque dude de Ibarrondo, sino de mi capacidad o criterio para decir: “Esto es bello y esto no”.
No podemos vivir sin la belleza, pero ¿qué es la belleza? Es la Gracia que nos agrada y arrebata, y sin la cual no podemos vivir. Pero ¿quién sabe decirlo? ¿Qué cuadro, qué escultura, qué pintura, qué música es bella? No todo debe de ser bello (un sentimiento de odio, un gesto de desdén…), ni todo debe de ser bello por igual, pero ¿cómo se mide la belleza, y quién es capaz de medirla?
Normalmente llamamos bello a aquello que nos gusta. Pero a veces sucede que algo nos gusta porque nos han dicho que es bello, y comúnmente nos gusta aquello que conocemos o nos resulta familiar, como aquellos sonidos, perfumes y colores que quedaron prendidos al alma en los años de una infancia feliz. Si yo pudiera volver a escuchar el dulce gemido que producían la madera de los ejes y el hierro de las ruedas de aquellas viejas carretas por los caminos de tierra y piedra de mi infancia, creo que para mí sería la música más bella del mundo. O aquel monótono quejido del rodillo de piedra pisando la tierra en los caseríos vecinos…
Claro que los gustos hay que educarlos (¡ojalá nos gustara, por ejemplo, solamente aquello que nos hace bien y nos hace mejores, y no disfrutáramos tanto con tanto espectáculo indigno!). La historia está llena de artistas que no fueron profetas en su tierra y en su tiempo (tampoco Ibarrondo lo es) y solo más tarde o en otros lugares fueron reconocidos. ¿Su obra era bella a pesar de no ser reconocida, o tal vez no es bella a pesar de ser reconocida como tal? No sé qué decir. ¿Será acaso que las cosas son bellas más allá de mis gustos y criterios, y sin embargo, cada vez que afirmo que algo es bello lo hago única e inevitablemente desde mi gusto y criterio?
Llegado hasta aquí, y llevado por la analogía, no me resisto a hacer un comentario sobre eso que llamamos “verdad religiosa”, “verdad teológica”, “verdad revelada”. ¿Qué es la verdad? Quien habla, por objetivo y ortodoxo que pretenda ser (o incluso infalible, como en el caso del papa…), en realidad habla siempre desde una perspectiva particular; lo que dice nunca se identifica enteramente con “lo que es”. Solo el que calla es realmente “objetivo”. Pero, puesto que no es posible callar del todo, debemos reconocer que todas nuestras “verdades” teológicas, en cuanto hablamos, dejan de ser “la verdad” y son solamente “nuestra verdad”. Y lo mejor que podrían hacer los teólogos (y todas las jerarquías religiosas) sería aprender a ser muy modestos.
Y lo mejor de todo sería que, siendo todos muy modestos, todos se empeñaran por hacer una teología bella, cada uno a su manera, sin pretender resolver la insoluble cuestión de la belleza en sí, pues es seguro que quien pretendiera resolver la cuestión de la belleza la estaría matando. Lo mismo pasa con quien pretende haber resuelto la cuestión de la verdad en sí: quien pretende poseerla la está negando.
Volvamos a la música. Mi oído, como el de casi todos nosotros, está acostumbrado a melodías tejidas y ordenadas en tonos armónicos, en torno a los cuales gravitan todos los sonidos con sus medidas. Melodías gregorianas, renacentistas, barrocas, clásicas, románticas. Melodías centenarias de tantas etnias, pueblos y culturas. Melodías que, cuando por algo nos conmueven y transportan, llamamos bellas. La tierra está llena de bellas melodías. Pero la música de los grandes compositores de hoy es muy distinta. También la de Félix Ibarrondo es otra música.
La llaman atonal, porque carece de ese tono de base (Do mayor, La menor…) que da unidad y armonía al conjunto, o al menos es lo que creemos. Sonidos suaves y fuertes, graves y ligeros, dramáticos y líricos, como gritos o gemidos o himnos que suben de las entrañas, como sonidos del agua o del viento, el leve suspiro del violinista, el ruido de las hojas de la partitura… todo se conjunta sin orden aparente, como en el alma, en el bosque, en el mar. Como en la vida. ¿Significa que no hay armonía ni melodía en esa sucesión aparentemente desordenada de notas que son gritos, gemidos o ruidos? No es tan seguro que no haya otras armonías y otras melodías, y belleza más allá de nuestros gustos y hábitos. Lo que es seguro es que debemos seguir educando el gusto y ensanchando el criterio. Y escuchando no solamente la música, toda música, sino también a los músicos.
¿Qué es la música? “La música es sonido vivido”, dice Ibarrondo. O sonidos de la naturaleza amaestrados por el músico. “El trabajo del compositor es el del orfebre o el del cantero”. Como el cantero extrae la piedra de una cantera, el músico busca los sonidos en la materia; como el escultor talla la piedra y la pule, así el compositor da forma a los sonidos del universo.
¿Y qué es el sonido? El sonido es vibración de ondas. Y todo vibra: una onda empuja a otra onda, como cuando dejamos caer suavemente una piedrecilla en un estanque de agua. Esa agua que vibra está sonando, aunque no nosotros no podemos oírla. El átomo y las galaxias vibran y suenan, como las cuerdas de un arpa, como los tubos de un órgano, aunque nuestros oídos sean incapaces de captar su sonido silencioso y toda su belleza. Es como si todos los seres estuvieran animados por una misteriosa vibración silenciosa. Pues bien, la música es el arte de hacer oír, palpar, vivir la vibración y el sonido de la vida, de la realidad, del universo. O –¿por qué no?– el arte de expresar con sonidos y silencios la vibración silenciosa de Dios en todo más allá de todo.
Así, toda música bella –sea tonal o atonal, y aunque no seamos capaces de decidir cuándo es bella y cuándo no– es “religiosa” en el mejor sentido de la palabra, que poco tiene que ver con las instituciones religiosas y sus sistemas. Todo sonido bello, y sobre todo el silencio, es revelación de la Belleza y de la Bondad que nos sostienen y que nuestras entrañas anhelan. A Félix Ibarrondo le pidieron que subiera a dirigirnos unas palabras. Subió y dijo: “Música es cuando hay una transcendencia, más allá de lo que se ve y se oye. Gracias a la música podemos captarlo, vivirlo”. El silencio forma parte de esa música absoluta, o tal vez es su mejor expresión. Todo vibra también en el silencio, sobre todo en el silencio, como en la obra 4’ 33” de John Cage: un famoso pianista se sentó al piano, y siguieron 4 minutos y 33 segundos de puro y pleno silencio.
Toda música, también esa música que nos resulta extraña porque no hemos cultivado el gusto y la mente, sus notas y sus bellos sonidos en aparente desorden… toda música –aquella y ésta– nos remiten a la realidad anterior, a la vivencia originaria, a las entrañas de la vida que gime y canta. La frente que se hunde hacia la tierra y que del fondo de la tierra, en forma de elegía o de himno, se alza al “cielo” más allá de todo espacio, al “cielo” que proclama la gloria de Dios en todo el universo, al corazón de Dios que vibra y suena en el cosmos entero desde las entrañas de las galaxias a las entrañas de la tierra y a nuestras pobres entrañas que sufren y gozan.
Cuando, después del bautismo, Jesús salió de las entrañas del Jordán y el agua hizo silencio, desde el corazón vibrante del agua, del cielo y del silencio, a Jesús le pareció escuchar una música maravillosa: “Tú eres mi hijo amado”. Afina tu oído y escúchalo también tú en el sonido y en el silencio, y atrévete a decir, a pesar de todo, “Alabad a Dios, que la música es buena. Dios [o el Corazón vibrante, latiente, de todo cuanto es] merece una alabanza armoniosa” (Salmo 147).

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