José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, expresó hace unos días su preocupación ante la crisis espiritual de los jóvenes españoles, la mitad de los cuáles declara no creer en Dios. Si además fueran preguntados por la Iglesia Católica y por su credibilidad como institución social, los números serían todavía más bajos. Sencillamente, sienten que la Iglesia se ha convertido en una institución irrelevante para buena parte de ellos, carente de atractivo y ajena a las cuestiones que hacen sus vidas más difíciles e inseguras.
Yo iría un paso más allá: en medio de una crisis devastadora que ha disparado las cifras de pobreza y desigualdad en nuestro país, la incapacidad de los obispos para articular un mensaje social claro y contundente les sitúa del lado de los culpables y frente a las víctimas. Es un pecado por omisión. Los primeros traicionados por la posición de los líderes de la Iglesia son la miríada de organizaciones religiosas que trabajan cada día en las trincheras contra la exclusión social, con inmigrantes, hambrientos, desahuciados, sin techo y enfermos. Son parte de la misma Iglesia, pero habitan universos paralelos.
Monseñor Munilla lo sabe bien, porque él ha sido una de las pocas voces de la jerarquía que se ha expresado con claridad en este sentido. Una simple homilía el pasado verano, en la que cargó contra “los escandalosos beneficios anuales [de los bancos], sobre unos cimientos de una economía irreal, ficticia e insostenible”, se convirtió en noticia nacional.
¿Por qué fue noticia algo tan evidente? Porque, entre los obispos y cardenales, estas declaraciones son la excepción y no la regla. Un repaso a los documentos y notas de las Asambleas Plenarias de la Conferencia Episcopal desde 2008 ofrece orientaciones sobre el amor conyugal, la inscripción en los ficheros diocesanos, la Jornada Mundial de la Juventud o las lecciones de San Juan de Ávila. Hay referencias a la crisis, estaría bueno, pero muy escasas y siempre con ese lenguaje melifluo y enrevesado en el que resulta difícil comprender exactamente lo que se está diciendo. Hablando de la respuesta a la crisis social, por ejemplo, Monseñor Rouco dijo el pasado mes de abril: “sin fe no puede haber verdadera caridad, capaz de despejar los obstáculos para esa imprescindible libertad espiritual que da frutos abundantes de justicia, solidaridad y paz”. Pero, ¿esto qué es? ¿Por qué se le entiende tan bien cuando carga contra los matrimonios homosexuales y el aborto, y sin embargo utiliza este galimatías cuando se trata de la crisis y de sus responsables? ¿Realmente tiene algo que decir?
La actitud de la jerarquía eclesial española en este ámbito contrasta amargamente con la que han desplegado los obispos católicos en otros países, como Estados Unidos. Consulten, por ejemplo, la declaración publicada con motivo del Día del Trabajo, que en EEUU se celebra a principios de septiembre. En plena campaña electoral, un texto sobre el “trabajo decente” y los riesgos de un modelo económico “quebrado”: “Como personas de fe, estamos llamados a estar con los que han quedado atrás, ofrecer nuestra solidaridad y unir fuerzas con los más pequeños de estos para ayudar a satisfacer sus necesidades básicas. Buscamos una renovación económica nacional que ponga a las personas que trabajan y sus familias en el centro de la vida económica”. He aquí un lenguaje que todos pueden comprender.
Aunque hace ya algún tiempo que tiré la toalla con la institución de la Iglesia, soy una persona creyente y comprendo los riesgos de una sociedad que vive de espaldas a la espiritualidad. En materia de moral sexual o de educación los obispos tienen posiciones legítimas que yo no comparto, pero eso es irrelevante. Mi pregunta es por qué no es posible hacer más de una cosa al mismo tiempo. Si la pobreza y el sufrimiento de quienes viven dentro y fuera de nuestro país les preocupa –y no cabe en la cabeza lo contrario-, lo menos que pueden hacer es decirlo alto y claro. No solo respaldarían el irremplazable trabajo de sus bases, sino que ejercerían el tipo de liderazgo y pedagogía públicas que tanto se echa en falta en este momento y que no ofrecen partidos ni sindicatos. Tal vez entonces la sociedad recupere su respeto por la Iglesia y Munilla encuentre menos razones para estar preocupado.
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