Hoy el evangelio nos presenta el diálogo entre Jesús y unos fariseos sobre el divorcio. Un diálogo que el propio Jesús se encarga de dirigir para ir a lo nuclear y no perderse en discusiones superficiales y que luego continúa “en casa”, con sus discípulos. Sabemos que, en su tiempo, la discusión principal discurría sobre las causas que podían ser admitidas (o no) para que el divorcio se llevara a cabo, existiendo diferentes posturas según las escuelas rabínicas. Pero ni ese es el tema planteado por los fariseos (que sí aparece de manera más clara en el paralelo del evangelio de Mateo) ni Jesús entra en ello.
Es más, no solo es éste el único tema que el texto presenta pues, al final, nos encontramos con una escena completamente diferente (o quizás no tanto…) en la que escuchamos la conocida expresión de Jesús: “Dejad que los niños se acerquen a mí… pues de los que son como ellos es el reino de Dios”.
Con respecto al tema del divorcio, Jesús no responde directamente a la pregunta, sino que se dirige a lo nuclear: la importancia del amor. Para ello se apoya en el relato del Génesis: Dios ha creado al varón y a la mujer para que sean una sola carne. Ya en casa, con sus discípulos, señala: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”.
¿Qué recuerda con ello? Lo primero, que ambos, mujer y varón, son iguales. Los fariseos preguntaban si el varón podía repudiar a la mujer. Jesús se pronuncia de un modo muy radical y pone en evidencia, con ello, que los planes de los hombres no conectan con el plan de Dios. Los hombres inventaron y justificaron sus decisiones, en las que siempre la mujer tenía las de perder, e intentaban hacerlo en nombre de la Ley. Eso es fruto de la dureza del corazón, de la búsqueda de intereses propios, no del deseo de ser portadores del Amor que, desde la Creación, Dios mismo nos ha regalado a cada persona.
La llamada, por tanto, es a volver a esos orígenes, al sueño de Dios de una humanidad en la que la búsqueda del bien del otro y del bien común está por encima del bien propio. Donde “ser una sola carne” es vivir desde la consciencia de que somos seres sociales, que nos necesitamos unos a los otros para vivir, que no podemos destruir el planeta en el que vivimos, pues somos parte de él… No olvidemos que, en el término semítico “carne” se incluye al otro, y no solo a la pareja, sino al resto de la familia e incluso, más allá, a la tribu, al pueblo… El divorcio, en aquel tiempo, podría ser un ejemplo de esa centralidad del “yo” frente al “nosotros” que Jesús rechaza, pero quizás hoy podemos poner otros ejemplos.
Ese “ser una sola carne” supone una capacidad extrema de empatía, de ponernos en el lugar de la otra persona y mirar por su bien, de cuidar y dejarnos cuidar, de perdonar y pedir perdón, de escuchar y dialogar… Esto es necesario en el matrimonio y más allá de él. ¡Ojalá lo aplicáramos en todas nuestras relaciones! Conlleva una gran capacidad de acoger a la otra persona en sí misma, sin mirar condición ni sexo, ni edad…
Jesús lo deja claro al acoger a los niños que, en aquella sociedad, como las mujeres, no tenían voz ni voto en los asuntos importantes de la vida cotidiana. Es más, los niños no conocían la Ley (necesaria, se supone, para la salvación) y, así, no sabían de aquello sobre lo que otros se apoyaban para dividir, separar, romper… O sea que, en el fondo, con su acogida a estos niños, Jesús pone de nuevo a la Ley en su lugar, como lo hizo al responder a la pregunta sobre el repudio. Parece, por tanto, que en todo momento lo que Jesús hace es recordar a sus discípulos y a quienes le escuchaban la importancia de la centralidad de la persona y la necesidad de que esta centralidad esté en nuestras decisiones, en nuestros modos de actuar y de relacionarnos con los demás. Su invitación final es clara: “quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
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