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miércoles, 20 de marzo de 2024

HIJO DE DIOS Domingo de Ramos 24 de marzo Mc 15, 1-39

col lozano art

 


Marcos -cronológicamente, el primero de los evangelios que ha llegado hasta nosotros- termina el relato de la cruz poniendo en boca de un pagano -no es casual que su texto fuera dirigido a comunidades que provenían del paganismo- la más elevada confesión de fe en Jesús: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”.

Para una persona religiosa teísta, no hay título mayor que el de ser “hijo de Dios”. La creencia cristiana lo afirma de Jesús, en el sentido más real de la expresión. Sin embargo, parece claro que su sentido no puede ser sino metafórico. Eran los dioses-héroes griegos quienes concebían hijos y se veían involucrados directamente en los sentimientos y los conflictos humanos. Pero no cabe entender a la divinidad concibiendo hijos, tal como habitualmente se entiende esta palabra.

“Hijo de Dios” es una metáfora -de “Dios”, como de todo aquello que no es objeto, solo puede hablarse metafóricamente- que apunta a nuestra verdad última: todos somos hijos, en cuanto “naciendo” constantemente de la Fuente o el Fondo que es origen de todo lo real. No cabe hablar de un dios separado que entra en el “juego” humano, como si fuera una fuerza más dentro del mismo. Lo que se ha nombrado como “Dios” no puede ser sino lo realmente real, aquello que permanece mientras todo lo demás cambia, el fondo que constituye y sostiene las formas, a la vez que se manifiesta y despliega en ellas.

Sin embargo, es posible otra lectura de la metáfora “Hijo de Dios”, esta vez hecha desde la propia persona de Jesús, a quien el evangelio se la aplica. Decir de él que se vivió como “hijo de Dios” significa que fue transparencia admirable del fondo de lo real, gracias a la consciencia y fidelidad con la que se vivió.

Tal vez se entienda mejor si advertimos con qué frecuencia los humanos somos “hijos” de nuestros miedos, de nuestras necesidades o de nuestra imagen. Son muchas y variadas las apetencias que se mueven en nosotros y que terminan esclavizándonos. Sus cantos de sirena, prometiendo satisfacer nuestros deseos, nos seducen y confunden. Hasta el punto de que olvidamos nuestra realidad de “hijos de Dios” -nuestra verdadera identidad- y vivimos en la creencia que nos reduce a la forma del yo.

“Hijo/hija de Dios” es aquella persona completamente libre, que no reconoce otro “padre” -otro dueño u otra fuerza- que la Fuente que le está haciendo ser en cada momento, la vida una que late en todas las formas. Al comprenderse una con la vida, la persona permite que la vida se exprese a través de ella. Como vida, se sabe siempre a salvo y se vive en docilidad a lo que la vida es en ella. Por todo ello, bien puede decirse que “hijo de Dios” es sinónimo de libertad y, más hondamente aún, de humanidad plena.

 


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