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viernes, 15 de marzo de 2024

AGITACIÓN Domingo V de Cuaresma 17 de marzo Jn 12, 20-33fe

col lozano art

 

fe adulta

Nuestro pequeño yo se agita con facilidad. Basta que las cosas no salgan como espera para que, con la frustración, aparezcan inquietud, miedo y enfado. La frustración altera los planes del yo -que vive en la creencia ilusoria de que la realidad debe responder a sus expectativas- y genera, con mayor o menor intensidad, alteración emocional.

Una intensidad que es directamente proporcional al grado de amenaza que nuestra mente adjudica a un acontecimiento determinado. A su vez, esta catalogación mental se halla condicionada por experiencias más o menos traumáticas o, simplemente, dolorosas de nuestro pasado, que nos hacen especialmente sensibles ante determinadas circunstancias.

Encontramos, pues, diferentes factores que pueden explicar la mayor o menor intensidad de la agitación que experimentamos: experiencias dolorosas de nuestro pasado, el modo como funciona nuestra mente y el conjunto de creencias que hemos asumido, nuestra mayor o menor identificación con el yo… Con todo, me parece que, en el origen de la inquietud o angustia, se encuentra aquella creencia que nos hace vernos separados de la vida.

Una vez que nos identificamos con el yo particular -con esta forma concreta en la que nos experimentamos temporalmente-, dando por sentado que estamos separados de la vida, únicamente se puede experimentar miedo y tensión. El yo, además de solo, se sentirá amenazado. Y con razón, ya que, antes o después, será consciente de su propia impermanencia.

La agitación, por tanto, nunca podrá ser superada por el yo. Todos sus intentos no lograrán sino incrementarla, porque solo busca escapar de la situación que lo angustia (“Líbrame de esta hora”). Tampoco puede ser superada por la mente ya que, en última instancia, es esta quien la crea cuando la realidad no se corresponde con sus deseos.

La liberación pasa por superar aquella falsa creencia, reconocer que en nuestra identidad profunda somos vida -jamás podríamos pensarnos separados de ella- y, por tanto, entregar conscientemente “nuestra” vida a la vida. Ahí renunciamos al control, tan enfermizo como ineficaz -en realidad, no controlamos nada-, y se abre camino la paz.

En el relato evangélico, Jesús supera su agitación al tomar distancia de su ego amenazado y expresar: “Glorifica tu nombre”. En lenguaje no teísta, tal expresión podría traducirse por esta otra: “Que la vida sea”.

La comprensión nos permite tomar distancia del propio yo -al caer en la cuenta de que no constituye nuestra identidad-, y esa distancia nos permite liberarnos de su agitación, su agobio y su angustia. Lo que realmente importa no es lo que le suceda a mi yo, sino comprender que soy uno con la vida. Por eso puedo decir: “Que no sea lo que yo quiero, sino lo que la vida quiere”.

 

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