Nos llegan voces diversas, de entusiasmos, de mensajes poderosos -el papa aprovecha muy bien todos sus viajes para lanzar mensajes tanto verbales como no verbales en algunas visitas señaladas, como puede ser a los lugares más pobres del entorno que visita-, pero también de ciertos encontronazos, que no encuentros.

Ya sabemos, por eso de que hemos de ser astutos como serpientes a la par que sencillos como palomas (Mt 10, 16) que, en un viaje de estos, hay de todo y de todos. Ha habido algunas actuaciones que insinúan cierta tensión en la Iglesia, e incluso cierta separación entre maneras de entender la misma.

Mientras el papa gritaba e invitaba a gritar con entusiasmo que en la iglesia caben todos, todos, TODOS, pidiendo repetirlo tres veces para que quede claro, algunos participantes parecían no entender el mensaje. A modo de ejemplo, baste recordar a aquellos que entraron el 3 de agosto crucifijo en mano y gritando -que no rezando- el rosario para interrumpir una misa con miembros LGTBIQ. O a esos jóvenes españoles que llegan a la JMJ entonando el grito de guerra “Que te vote Txapote” y salen cantando el “Cara al sol”. Tal vez no han escuchado mucho, tal vez no han entendido a dónde iban, tal vez olviden la invitación del papa Francisco a vivir y actuar desde la misericordia. Totalmente fuera de lugar. Pero no solo se ha dado entre jóvenes. Algún obispo parece que también cuestiona ese «todos». Enseguida fue noticia que el obispo español Munilla no repetía el todos cuando el papa lo solicitaba. No contento con eso no tenía reparo alguno en atacar a las personas trans en una catequesis dentro de la JMJ e incluso de hacer decir a Dios lo que él piensa, convirtiéndose en su vocero… Tal vez, habría que pensar de qué dios hablaba, pues cuesta creer que sea del Dios de aquel Jesús que recorrió los márgenes de Palestina para acoger a todos, a todos, a todos, especialmente a aquellos que eran distintos y no estaban reconocidos por los estamentos oficiales de la religión.

Estos ejemplos, piden hacer una reflexión más seria. Remi Brague, profesor de filosofía, en su libro Europa, la vía romana (1995) diferencia entre cristianos y cristianistas. Poco a poco esta diferenciación ha ido calando no solo en el mundo de la filosofía y la sociología, sino también en el de la teología -así, por ejemplo, lo recoge el reconocido teólogo checo T. Halík en su último libro La tarde del cristianismo. Valora para la transformación publicado este mismo año en Herder-.

Por cristianistas se entiende a aquellos que añoran la época de cristiandad y pretender volver a ella. Se trata de personas que se ubican políticamente más bien a la derecha e incluso en la ultraderecha, religiosamente contrarios al papa Francisco, sus aires de renovación y todo lo que huela a Concilio Vaticano II, más amigos de formas clásicas y de potenciar rituales y oraciones que de buscar y reconocer a Dios en el prójimo (Cf Mt 25).

¿Es aquí donde se sitúa el obispo Munilla -que ya ha participado en encuentros donde se ha cuestionado el Concilio Vaticano II-? ¿Es aquí donde se sitúan aquellos que entraron crucifijo en mano -tal vez por no tener más cerca una espada inquisitoria- a interrumpir una eucaristía? ¿Es aquí donde se sitúan también esos jóvenes que lanzaban al aire cánticos políticos vinculados a ciertos partidos o a grupos fascistas en lugar de alborotar como pedía el papa desde la alegría y la fe? ¿Serán estos quienes quieren fomentar una división en la Iglesia? ¿No recuerda esta postura más a aquellos que se reflejan en los evangelios como fariseos que niegan lo nuevo que trae Jesús y quieren vivir de otros tiempos que a quienes estuvieron dispuestos a despojarse de sus seguridades para intentar entender un poco esa novedad a la que llamamos evangelio?

Me resulta sumamente acertado el nombre de cristianistas y no cristianos. Y es que, sin darse cuenta, o quién sabe si dándose cuenta, atentan contra el Espíritu Santo. Y así, es difícil recibir el nombre de cristiano.

Ese Espíritu al cual el evangelio nos invita a orar, ese Espíritu regalado a la comunidad creyente, ese Espíritu, tercera persona de la Trinidad, Dios verdadero. Tal vez hayan fallado las catequesis o los estudios teológicos sobre el Espíritu Santo, pero negar el todos de Francisco y las actuaciones comentadas anteriormente atentan gravemente contra el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, dador de vida, presencia de Dios en medio de nosotros, tiene como misión fundamental ayudarnos a encontrar el camino de Dios en nuestro tiempo, a situarnos y actualizar nuestra fe. Atentar contra el Espíritu es no querer leer los signos de los tiempos tal como nos pide Jesús (Mt 16, 2-3; Lc 12,54-57), e incluso no querer, tal como Juan Pablo II -papa al que una vez muerto parece que los cristianistas echan de menos- ya invitó en su carta apostólica «Tertio millennio adveniente», “descubrir al Espíritu como aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos” (n. 45).

Negar la historia actual y querer volver a épocas anteriores, negar los signos actuales, es atentar contra el Espíritu Santo, es negar su presencia en la historia y en la vida de los seres humanos de hoy en día. Y eso es muy grave, es incluso herético. El camino es otro. Se trata de dialogar, con todos, todos, todos para poder discernir -interpretar lo que viene de Dios (la verdadera voluntad de Dios, diría san Ignacio de Loyola) y no poner nuestras palabras en labios de no sé qué dioses- y vivir así desde el Dios de la vida.

Probablemente nada tengamos por seguro, nada sabemos, pero me gusta más el Dios que acoge a todos, todos, todos y actúa desde la misericordia tal como propone el papa Francisco que el dios que juzga y excluye sin entender, respetar ni amar.

Necesitamos conocer y confiar más en el Espíritu.

[Imagen de la JMJ 2023]