La "búsqueda de la inmortalidad" es una de las aspiraciones más antiguas del ser humano, y se encuentra presente en muchas culturas y civilizaciones desde tiempos ancestrales en diferentes formas y expresiones. En la mitología griega, los dioses olímpicos eran retratados como seres inmortales, y los faraones egipcios se creían semidioses que tenían la capacidad de vivir para siempre en el más allá. En la filosofía antigua griega, también se reflexionaba sobre la inmortalidad del alma, y se buscaba encontrar la clave para lograr la eternidad.
En la actualidad, aún existen diversas corrientes espirituales y religiosas que prometen la inmortalidad del alma o la resurrección después de la muerte, entre ellas la cristiana. Sin embargo, es importante destacar que la búsqueda de la inmortalidad ha sido cada vez más asociada a la ciencia y la tecnología en el siglo XXI, con teorías que proponen la extensión de la vida a través de la biotecnología o la criogenización, entre otros métodos… Estamos ante algo tan antiguo que se llamó el “Elixir de la eterna juventud” y que hoy suena tan nuevo en nuestra sociedad desacralizada, donde el hombre ₋al igual que el mismísimo capitalismo₋ pone todos los rituales y esfuerzos de su parte para intentar perpetuarse y no cesar jamás. Estamos ante un mito científico al que queremos llegar a cualquier precio, una nueva religión.
Pero, ¿quién, si pudiera, no daría todo lo que tiene para conseguirlo?
El elixir de la eterna juventud es una leyenda que ha existido desde hace siglos en diversas culturas y mitologías. Según la leyenda, este elixir es una sustancia mágica que tiene la capacidad de detener el proceso de envejecimiento y mantener a quien lo consume joven y saludable por siempre. En la cultura china, existe la leyenda del "Elixir de la Vida", que se originó en la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.) y afirma que el emperador Qin Shi Huang buscó la fórmula del elixir para prolongar su vida. También en la cultura persa, se habla del "Agua de la Vida" que concedía la juventud eterna… Me parece un dato no menos que curioso, al hilo de lo que estamos reflexionando, el diálogo y la escena de Jesús mantiene con la samaritana a la que le ofrece el agua con la que jamás volverá a tener sed, pero lo dejaré para otra ocasión porque esta cuestión se saldría de la intención primaria de este escrito: “Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4,13-14).
En la actualidad, la ciencia ha avanzado en el estudio del envejecimiento y la búsqueda de métodos para prolongar la vida, pero aún no existe un elixir mágico que garantice la eternidad, quizá sí evitar el dolor, luchar contra la enfermedad y retrasar la llegada del envejecimiento, “enfermedad” que muchos tendremos la suerte de vivir. En todo caso, nuestra sociedad del siglo XXI lo que intenta es eludir las leyes y categorías espacio-temporales que nos gobiernan, aunque sea enmascarándolas, como lo hacen los filtros y programas de belleza en las redes sociales.
Por otro lado, todos queremos perpetuarnos, no caer en el olvido, en el sin-sentido de nacer para morir y después acabar en la nada. En este sentido, hace poco (no sé dónde lo vi, creo que en un programa de tv) una anciana dejó grabado antes de morir un vídeo-mensaje, creo que en las redes sociales, pidiendo que no la olvidaran, tal y como nos transmite de forma insuperable la película Coco, pues existe una muerte que podemos llamar “la muerte última”, la que te hace desaparecer para siempre, la del olvido, precipitando la gravosa pregunta de cuál ha sido el sentido que ha tenido mi efímera existencia y, sobre todo, qué huella ha dejado en los demás. Algunos dicen que escribir un libro, hacer historia, patentar un invento o hacer un descubrimiento, incluso tener un hijo son destellos de una búsqueda insaciable del ser humano que, de alguna forma, no quiere cesar jamás.
La mayoría de los científicos trabajan en proyectos para mejorar la calidad de vida y prevenir enfermedades relacionadas con el envejecimiento, y esto está bien pero no podemos olvidar tan pronto el deseo de inmortalidad y las horribles consecuencias que aparecen en Frankenstein, la in-olvidable obra de Mary Shelley escrita en el s. XIX. Está claro que hoy día tenemos más a mano la oportunidad, no de ser eternos pero sí de ampliar nuestra posibilidad y mejora de vida.
Esto, aunque es justo y necesario, un deber de la ciencia, no es nuestra salvación, ya que olvidamos -aquella frase que muchos atribuyen a Sartre en la que se afirma que “LA VIDA ES UNA ENFERMEDAD MORTAL DE TRANSMISIÓN SEXUAL”, al menos la vida humana.
¡Qué se lo pregunten a ANA OBREGÓN con todo el debate ético y legal que ha abierto sobre la gestación subrogada y el nacimiento de su hijo-nieto! …Y es que, si todavía no está a mi alcance hacer un replicante exacto de la persona amada (recordemos el debate bioético en la película de El sexto día, protagonizada por Arnold Schwarzenegger), al menos podré calmar (sólo temporalmente) mi deseo reviviéndolo en Ana Sandra, hija póstuma de su hijo y nieta-hija de su abuela. Pero… ¡no le podía fallar…! Le prometió que saldría de la enfermedad, y le falló. Pero, ¿es que acaso estaba en su mano que viviera o no? No quiero trivializar, mucho menos ridiculizar la cuestión. Se entiende que la pérdida de un ser querido es un acontecimiento existencial traumático que mueve todos los resortes en los que nos apoyamos.
La verdad es que desde que nacemos, como de alguna manera advertía Martin Heidegger, somos lo suficiente mayores como para morir. Esta es la verdad, la realidad que no queremos asumir. Por ello nuestra vida, en cierto modo, es inauténtica, ya que queremos evadirnos de esta espada de Damocles que todos tenemos encima y que es, junto al sufrimiento, la otra cara de la moneda de la vida-felicidad. Por ello la vida se vive con angustia. Por ello la vida se pierde de sentido y se desorienta en el bosque de la existencia. Por ello vivimos distraídos, descentrados y olvidándonos de que somos seres finitos en busca de infinitud. Por ello nos aterroriza morir, cesar, dejar de existir, pero ¿también de ser? Aquí la fe tiene cabida y no creo que solamente sea como pura ilusión o salida, como escapatoria.
Quiero entender que ese futuro posible no será como en las mejores series de zombies, ni como las mejores películas pías. Honestamente no sé cómo será pero sí cómo no será. Intuyo que llegará de una forma espiritual, incluso ₋podíamos decir₋ cósmica, pues somos tierra, somos polvo de estrellas, pero dudo mucho de que sea un revivir la misma carne, más de lo mismo. No me preguntéis por qué lo sé. No lo sé. Sólo sé que no lo puedo saber. Lo que sí sé es que todos nos negamos a aceptar esta clase de suerte.
Vivimos como si fuésemos eternos e inmortales o, mejor dicho, queriendo olvidar de que la vida tiene límites. No, no podemos conseguir todo lo que deseamos, el deseo juega en otra liga... En este sentido, recuerdo las palabras de Jesús a Nicodemo: lo nacido de la carne es carne, mas lo del espíritu no. Entiendo que, si quiero tener futuro, debo alimentar el espíritu, esa otra parte de mí que me identifica como único e intransferible y que da sentido a mi existencia y a la de los que me rodean en mi co-existencia. Como afirma Leonardo Boff, "Siempre que triunfa la justicia sobre las políticas de dominación, siempre que el amor supera la indiferencia, siempre que la solidaridad salva vidas en peligro ahí está ocurriendo la resurrección, es decir, la inauguración de aquello que tiene futuro".
Si la muerte, la enfermedad, el tiempo y el espacio y la naturaleza nos limita (y debe ser así, si no queremos usurparle el puesto a Dios), el amor milita y vive para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario