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jueves, 5 de mayo de 2022

El político, el cinismo y la hipocresía

 

Jaime Richart

Redes Cristianas

En el imaginario popular, Maquiavelo está desacreditado sólo por la idea vertida en su obra magna El Príncipe: “el fin justifica los medios”. Idea que, como tantas otras, se manejan fuera de contexto. Pues esa frase alude a la estrategia del mal príncipe, César Borgia. El buen príncipe es prudente.

El buen Príncipe era Fernando I de Castilla. Pues bien, de modo parecido fue absolutamente desacreditado el Cinismo. En este caso por el uso arbitrario o caprichoso del lenguaje que no afina, y si­gue la deriva de la “oposición” y luego la de sectores de lo mismo de sucesivas épocas, contra los seguidores de su Escuela; es decir, una reacción de los poderes contra la contestación de los filósofos cínicos a la sociedad griega, y no por el contenido discursivo y razonado de la filosofía cínica. En el fondo, otra más de las muchas maneras de sacar de contexto la historia el poder de hecho, y desde luego el religioso…

Así es cómo desde aquel entonces y en adelante para la posteridad, resulta que la primera definición de cinismo en el diccionario de la real academia de la lengua española es desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables. La se­gunda es impudencia, obscenidad, descaro. Pero también, como antes de­cía, Cinismo es doctrina de los cínicos. La Escuela de los Cíni­cos, fundada en la antigua Grecia durante la segunda mitad del si­glo IV a.C, reinterpretando la doctrina socrática, consideraba que la civilización y su forma de vida era un mal, y que la felicidad venía dada si se siguiese una vida simple y acorde con la naturaleza; que el ser humano llevaba en sí mismo ya los elementos para ser fe­liz y debía conquistar su autonomía; que eso era de hecho el verdadero bien.

El Cínico despreciaba las riquezas y cualquier forma de preocupación material. El ser humano con menos necesidades era el más libre y el más fe­liz. Diógenes e Hiparquía, por cierto una de las primeras filósofas de la historia y desde luego la primera feminista, fueron fa­mosos por lo que entonces se consideraban excentricidades. Con sátiras y diatribas arremetían contra la corrupción de las costum­bres y los vi­cios de la sociedad griega de su tiempo…

Como se ve, nada de esta filosofía ha quedado en la etimología de las nociones “cínico” y “cinismo” en la sociedad occidental desde entonces hasta hoy. Sin embargo ¿acaso somos cínicos (según el fosilizado y denigratorio sentido de la palabra cínico) quienes pensamos y deci­mos que la civilización y su forma de vida están siendo un mal para la sociedad mundial, para el ser humano y para el planeta que habita, y que la felicidad posible se alcanza mediante una vida sim­ple, acorde a la naturaleza, no consumista? No. Pero del concepto cínico sólo ha quedado la corteza: es el hablar con desvergüenza, contra el sentido común, escandalizar, mentir, tergiversar, exagerar…

Hasta tal punto eso es así que, compartiendo muchos se­res humanos hoy el fondo la doctrina cínica y el sentido primigenio que tiene la filosofía de los cínicos de la anti­gua Grecia, las sucesivas capas culturales y antropológicas que se han ido superponiendo desde entonces para desacreditar al cínico en su aspecto supuestamente innoble, han ente­rrado el significado noble y positivo de esa filosofía y la figura de quien la practica, haciendo del cínico un individuo despreciable.

Las sociedades humanas levantadas sobre la civilización grecolatina, pero con mayor motivo España, están plagadas de paradojas, de con­trasentidos, de incongruencias y de reminiscencias de barbarie. Todas se basan en la democracia indirecta de partidos. Y aunque hay distancia entre ellas y diferencias en su modo de interpretarlas y ejercerlas, también entre ellas hay bloques parecidos entre sí y el elemento diferenciador, mucho menos frecuente las demás, es su propensión a la trampa y al chanchullo. Por ejemplo, la democracia estadounidense y la española, en ese aspecto, tienen mucho en común. En todo caso los presuntos representantes de cada sociedad que son sus políticos en los que se mira la ciudadanía, fluctúan permanentemente entre la hipocresía y el cinismo a partes iguales. En la vida ordinaria el cinismo y la hipocresía (ésta última casi siempre un mecanismo incons­ciente de de­fensa y no un acto de engaño consciente) es muy raro que se den en una misma persona.

Pero en la política espa­ñola, la hipocresía en su sentido de simulación obscena, y el cinismo en su sen­tido deformado de desvergüenza, coinciden cada vez con más impudicia en el político. En la vida privada es un hipócrita clásico y en la pública un cínico “moderno”. La facilidad con la que cambia su sentido de las cosas y el suyo propio, puede producir escalofríos. A ese ser tan fácilmente cambiante de idea, tornadizo, patéticamente despreciable, en otro tiempo en Castilla se le llamaba botarate.

Pues bien, en España, un país de escaso recorrido democrático donde esca­sean el espíritu ingenuo y la diplomacia no confundida con la simulación, y sobran tanto la parresía, es decir la franqueza hiriente, como la rudeza en el hablar, abunda esa clase de político hipócrita y cínico al mismo tiempo cuyo cinismo lleva a los demás a descartar su hipocresía, y según el caso, la circunstancia y el mo­mento. la hipocresía encubre su cinismo Y si la hipocresía apenas admite grados, no es conta­giosa ni es imitable pues depende sólo de la índole personal del individuo o quizá de la disculpa de experiencias suyas vividas que le han dejado huella, el cinismo tiene niveles, es contagioso, hace escuela (y no precisamente filosófica) y puede alcanzar cotas superlativas.

Pero es que el político español, sea cual sea su ideología, por ser de tan corta tradición la práctica de la política parlamentaria en España, y ser la tendencia del español común necesitar a un amo, además de cínico e hipócrita padece logorrea, vomita vaciedades, no pone límite sal juego sucio, practica la maledicencia y propala la false­dad sin pestañear, para socavar el crédito y el buen nombre de sus adversarios.

Siento mucho decirlo y pensarlo así. El turbio asunto Pegasus, un software de ciber espionaje desarrollado por la tecnológica israelí, es lo único que le faltaba a la política y a los políticos españoles para practicar más y mejor el juego sucio. Espiar a los competidores políticos, tras cuarenta y cuatro años de una semi farsa democrática y una monarquía entronizada con fórceps en la sociedad española, pone a España a la cabeza de los países de segunda clase en el orden internacional, más despreciable en materia política de la civilización occidental

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