FE ADULTA
Lc 13, 1-9
«Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro…»
Una de las parábolas clave para entender los criterios de Jesús es la del fariseo y el publicano. El fariseo da gracias a Dios por ser como es y ni siquiera se atribuye el mérito de ser así, pero el autor nos dice que no alcanzó la justificación que buscaba. Y nos preguntamos: ¿Cómo puede una oración de acción de gracias de un hombre justo no ser grata a Dios?
Parece una parábola paradójica, pero la explicación es muy sencilla: el fariseo había recibido mucho y se había quedado con todo. Pensaba que las virtudes con las que Dios le había favorecido eran parte de su “Haber”, cuando en realidad formaban parte de su “Debe”. Las había recibido para dar fruto y, según el sentido de la parábola, no lo había dado. Recuerdo decir a Ruiz de Galarreta: «Me preocupan más mis virtudes que mis pecados», y es lógico, porque el pecado es consustancial a nosotros, pero las virtudes —los talentos— las hemos recibido para algo.
El espíritu de Dios solo se puede manifestar en el mundo material si está encarnado, y esto significa que en el mundo no puede haber amor, sino personas que amen y sean amadas, ni puede haber misericordia, sino personas misericordiosas. El amor, la misericordia, la tolerancia o la felicidad, solo pueden darse en las personas; solo pueden darse encarnados. Y eso implica que si yo he recibido sabiduría, empatía o cualquier otro talento, es para que haya sabiduría y empatía en el mundo; y no me los puedo guardar para mí solo, sino que deben dar fruto.
Los frutos por excelencia son los derivados del amor, pues son reflejo directo del amor de Dios. Pablo manifiesta esta idea de forma magistral en su primera carta a Corintios: «Si me falta el amor de nada me sirve… si no tengo amor nada soy». Conocer a Jesús desde niño, ahondar en su mensaje a lo largo de la vida, guardar los mandamientos, pertenecer a la Iglesia, participar en sus ritos o frecuentar sus sacramentos, de nada me sirve si no amo y ese amor no da fruto.
Los frutos del amor son la entrega, la fraternidad, la solidaridad, el desprendimiento, la misericordia, la tolerancia, la ayuda mutua… y estos frutos son el modo que tenemos los seres humanos de contribuir a la obra de Dios; es decir, de generar humanidad y llevar la creación a plenitud.
Somos higueras esplendorosas muy bien cuidadas, podadas, abonadas y regadas, pero no debemos olvidar que todo ello tiene un único fin: dar fruto. Si no damos fruto lo único que hacemos es “cansar la tierra”.
Una cosa más; y ésta anecdótica. Si leyésemos la parábola de la higuera como si fuese una metáfora —cosa que no debemos hacer porque rara vez las parábolas de Jesús tienen carácter metafórico—, ¿con quién identificaríamos a Dios; con el amo que quiere arrancarla… o con el viñador que quiere seguir abonándola un año más para darle otra oportunidad?...
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
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