Religión Digital
Son los sacerdotes, desde sus templos, los que leen y explican el Evangelio como les conviene o no les complica la vida. Es lo que mejor le viene a la Religión. Y lo que explica que haya tanta gente muy religiosa, que está tan lejos del Evangelio
La pregunta, que brota de esta situación, es inevitable: ¿creemos en Dios? ¿en qué Dios creemos?
29.04.2021 Religión Digital
José María Castillo
La crisis religiosa, que crece imparablemente, sobre todo en los países más industrializados (los más ricos), se está manifestando no sólo en el abandono de las prácticas religiosas, sino sobre todo en el culmen y origen de tales prácticas: Dios mismo. Pero, como hacerse “ateo” descaradamente es asumir una postura más bien fea, en amplios sectores de la opinión pública, los “sabiondos” en cosas de religión buscan escapatorias, que les pueden venir estupendamente para maquillar sus posiciones ambiguas de abandono o incluso negación de Dios. Un ejemplo – quizá pertinente en este delicado asunto – pueda ser el reciente libro, de Roger Leaners, “Después de Dios, ¿otro modelo es posible?”.
Quienes piensan de esta manera (o se acercan a ella) deberían empezar pensando que la totalidad de la realidad no se agota en lo “inmanente”. El cristianismo ha basado su existencia precisamente en la aceptación de que lo “trascendente” es absolutamente imprescindible para que sea posible la totalidad de la realidad. Por esto precisamente, cuando el Evangelio afirma: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único de Dios… es el que nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18), en la base y fondo de esta afirmación, lo que en realidad se dice es que, si no aceptas la “trascendencia”, lo que no aceptas es el Evangelio. Es decir, lo que no aceptas es el cristianismo.
La enseñanza de Jesús a sus apóstoles fue tajante y clara en este sentido, según la repuesta que el mismo Jesús le dio a Felipe: “El que me ve a mí está viendo a Dios” (Jn 14, 9). ¿Qué estaba viendo Felipe? Un hombre condenado a muerte. Porque era un hombre considerado muy peligroso para el templo (“tópos” = “lugar santo”, cf. Bauer-Aland, col. 1693) (Jn 11, 48), una amenaza para los sacerdotes y para la Religión. Lo que, en realidad, nos viene a decir que la Religión no soporta el Evangelio. Un hombre bueno, Jesús, al que ni Pilato quiso matar, mientras que los profesionales de “lo sagrado” se burlaron de él hasta en su agonía (Mt 27, 38-44 par.). Porque, para ellos, Jesús (con su Evangelio) fue un “delincuente ejecutado” (G. Theissen).
Y es que la “conducta” (“êrga” = “obras”) (Mt 11, 2) de Jesús desconcertó incluso a Juan Bautista. La Religión se desconcertó ante el Evangelio. ¡Vamos a vencer el miedo! Y vamos a preguntarnos: ¿Creemos en el Dios de la Religión? ¿Creemos en el Dios del Evangelio? El Dios del Evangelio se da a conocer en “las obras” (“ta êrga”) de Jesús: (Jn 5, 20. 36; 9, 3 s; 10, 25. 32. 37 s): “Si no creéis en mí, creed en mis obras”. Es decir: “creed en mi conducta”. ¿Qué conducta? Dar vida: al paralítico, al ciego, al difunto, al pobre, al desamparado… Es una conducta para los demás. Tanto más, cuanto más necesitados.
En el caso de la Religión, se trata de una conducta exactamente al revés. Porque no es una conducta esencialmente “para los demás”, sino una conducta, ante todo, “para sí mismo”: es la sumisión, la obediencia, la exacta observancia, la subordinación “a superiores invisibles” (Walter Burkert). Y todo esto, ¿para qué? Para liberarse de sentimientos de culpa, para alcanzar lo que se desea, para obtener suerte, triunfo y gloria.
Ahora bien, dado que existen estas dos formas de relación con Dios, “para sí” y “para los demás”, el enorme problema que se nos plantea consiste en que la Iglesia, en los siglos primero al cuarto, vivió y se comportó de tal manera que, teniendo su origen en Jesús y su Evangelio, terminó fundiendo, en una difícil y extraña unidad, lo que, en la “teología narrativa” de los evangelios se nos muestra, se ve y se palpa como el enfrentamiento mortal entre la Religión y el Evangelio.
Pero esta fusión y confusión de Religión y Evangelio se ha complicado mucho más por el hecho, perfectamente comprensible, del “desequilibrio social” que, de facto e inevitablemente, se da y actúa entre la Religión y el Evangelio. La Religión da dinero, poder, importancia, influencia y exige sumisión. Mientras que el Evangelio se basa en el despojo y exige cercanía a identificación con lo pobre, lo marginal y todo cuanto despoja al discípulo, que asume, como proyecto de vida, el “seguimiento de Jesús”.
Según los evangelios, Jesús nunca pretendió fundir su Evangelio con la Religión del templo y los sacerdotes. El clero, que rige a la Iglesia, le ha modificado el proyecto del Evangelio a Jesús. Y son los sacerdotes, desde sus templos, los que leen y explican el Evangelio como les conviene o no les complica la vida. Es lo que mejor le viene a la Religión. Y lo que explica que haya tanta gente muy religiosa, que está tan lejos del Evangelio.
La pregunta, que brota de esta situación, es inevitable: ¿creemos en Dios? ¿en qué Dios creemos?
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