RELIGIÓN DIGITAL
Caminos de cautiverio y caminos de libertad. Aquellos se recorren con llanto y estos, con alegría. Los hijos de Israel partieron muchas veces cabizbajos y a pie hacia el exilio, con los ojos anegados y los ánimos por tierra, conducidos por sus enemigos, pero, según nos anuncia hoy el profeta Baruc en la primera lectura de este domingo, Dios mismo “los traerá (de nuevo a Jerusalén) con gloria, como llevados en carroza real”. Para el mundo judío, Jerusalén esla referencia de todo el potencial de la fe secular del pueblo elegido, la “nueva Jerusalén” en potencia, a pesar de todas sus opacidades y aunque, por su densa historia de dolor y desolación, solo pueda ser, en sus muchas alegrías y añoranzas, un pálido reflejo de la paradisíaca ciudad celeste, luminosa y ataviada como una esposa en perenne idilio de amor y ventura con su pueblo. Es la ciudad en cuyo templo habita el Dios de sus padres, que es, a fin de cuentas, la única fuerza capaz de cohesionar y agrupar a todo el pueblo, bien por la gloria y bonanza de sus bendiciones, bien por el terrible peso de sus tremendas amenazas y pesadas cadenas.
Se siembra con lágrimas, se cosecha con cánticos, según canta hoy el salmo. Al ir, iban llorando con las semillas en sus manos; al volver, lo hacían cantando, portando gavillas. Estos últimos parecen ser los sentimientos de Pablo cuando asegura a los Filipenses, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, que “reza por ellos con gran alegría”, seguramente porque los considera ya cosecha madura de la siembra que él mismo había hecho. Partiendo de la fuerza de la fe que les ha transmitido, Pablo les confiesa el “entrañable amor” que ahora les profesa, al mismo tiempo que les desea que su mutuo amor crezca y enraíce en Jesús hasta convertirse, a su vez, en “fruto de justicia”. ¡Tiempo, pues, de alegría y de cosecha para un Pablo que ve cómo la obra de salvación realizada por Jesús ha prendido en los corazones de sus seguidores!
La presentación que Lucas nos hace de la gigantesca figura de Juan el Bautista semeja una prometedora siembra de esperanza: “Voz del que grita en el desierto: / Preparad el camino del Señor, / allanad sus senderos; / los valles serán rellenados, / los montes y colinas serán rebajados; / lo torcido será enderezado, / lo escabroso será camino llano. / Y toda carne verá la salvación de Dios”. Los cristianos hemos asignado a Juan el Bautista prácticamente un papel secundario en la historia de la salvación, el de ser solo el “precursor” de Jesús, el del alguacil que pregona la llegada del Señor, razón por la que su figura se yergue airosa en el decurso litúrgico del año como reclamo de un paciente y sacrificado “adviento”. De ahí que sea él precisamente quien llene el evangelio de este segundo domingo de preparación para la Navidad. Pero él es realmente un gran profeta que invita a quienes lo escuchan a sumergirse en las aguas del Jordán como signo de conversión, y a sus contemporáneos, a arrepentirse para caminar por los senderos allanados para el Señor que ya llega. Su poderosa voz, tan incómoda e inquietante, clama contra los muelles comportamientos egoístas de los potentados de este mundo y los conmina a un arrepentimiento que requiere llevar una vida austera. Su poderosa voz, invitando al arrepentimiento y al comedimiento, no ha perdido ningún vigor para los hombres de nuestro tiempo, pues también hoy necesitamos pedir perdón por muchas de las cosas que hacemos y compartir seriamente lo que tenemos para que muchos otros, nuestros hermanos, no desesperen y perezcan.
Cualquiera que hoy se preocupe, yendo a sus raíces, de pulir y avivar el mensaje evangélico, sea clérigo o no, debería fijarse mucho más todavía en la figura impresionante del Bautista, un hombre que se pierde de vista a sí mismo para entregarse por completo a la misión que Dios le ha confiado. Eran muchos los que le seguían, pero, lejos de apropiárselos como su cosecha o su trofeo particular, con todas sus fuerzas trató de encaminarlos hacia el Dios de quien él había recibido un gran poder de persuasión. Sin duda alguna, además de allanar los caminos del gran Otro, fue un experimentado guía espiritual, a cuya sombra se cobijó también Jesús y bajo cuyo liderazgo maduró hasta el momento de emprender su propia misión.
Vivimos tiempos de llanto, pero también de cantares. Unos y otros, como tiempos de siembra y de cosecha, forman parte del peregrinaje cristiano que es la vida. No perdamos de vista que ambos se potencian mutuamente, pues desde el llanto, como despojo doloroso, se valora mucho más la pulcritud y la plenitud del canto que brota espontáneamente de la alegría y fructifica en sonrisas. Ya hemos insistido muchas veces en este blog en que la vida misma es un engranaje de acciones que nos agrandan o achican, de valores y contravalores que nos enriquecen o empobrecen, de luces que abren horizontes o de tinieblas que nos estrellan contra muros infranqueables. Afortunadamente, tenemos espejos donde mirarnos, modelos inmarcesibles que copiar.
Es obvio que hoy, como también ha ocurrido en cualquier otro momento de nuestra propia historia y posiblemente seguirá ocurriendo en el futuro (nunca ha sido fácil ganarse la vida), llevamos a la espalda pesados fardos de frustración y quiebras como los que nos producen la pandemia de la Covid-19, que se ha vuelto tan virulenta de nuevo, y la pegajosa y pestilente crisis económica que no solo afloja nuestros bolsillos, sino también encarece nuestra vida. Vivimos claramente tiempos de reajuste, tiempos por ello mismo de reto, de rectificación, de conversión. Pero, afortunadamente, siempre nos saldrá al paso la Navidad invitándonos cada año a renacer, pues no en vano Dios nos ha hecho la promesa solemne de divinizar nuestra misma carne. Tal es la fuerza de la Navidad, fuerza que nunca podrán contrarrestar ni las hecatombes geográficas ni las mentes humanas acostumbradas a vivir en la niebla. ¿Es el nuestro un tiempo de llanto? Sí, desde luego, pero también de canto.
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