Juan José Tamayo
Redes Cristianas
Peter Seewald es un periodista alemán que viene acompañando a Joseph
Ratzinger a lo largo de más de un cuarto de siglo. Lo conoció en noviembre de 1992 con motivo de una entrevista, cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo siguió muy de cerca durante su pontificado de 2005 a 2013 y ha continuado su relación como periodista en el actual período de Papa emérito.
Ha publicado varios libros de entrevistas y biografías suyas. Bien puede afirmarse que es el periodista de confianza del teólogo/cardenal Ratzinger/Benedicto XVI.
Ambos mantienen una profunda sintonía ideológica, como se aprecia en cada
una de las páginas de Benedicto XVI. Una vida (Mensajero, Bilbao, 2020), que acabo de leer. Es, sin duda, la más extensa y detallada biografía de una de las figuras más influyentes en la Iglesia católica del último siglo, escrita bajo el signo de la admiración, que quizá merme la objetividad del relato. Seewald hace el recorrido por casi un siglo
de historia, desde el final de la república de Weimar hasta el comienzo de la década de los veinte del siglo XXI, cuyo protagonista es “aquel muchacho de un pueblo bávaro al pie de los Alpes” -hijo del comandante Ratzinger-, que ascendió hasta la cúpula de San Pedro.
Seewald va siguiendo pormenorizadamente cada una de las etapas de su
biografía en un tono panegírico. Lo presenta como “el alumno modélico”, apasionado por Agustín de Hipona, a quien considera “el más grande padre de la Iglesia”. Su influencia se dejará sentir en la teología y antropología de Ratzinger, marcadas por un cierto pesimismo. Catedrático a los 32 años, participa unos años después como asesor teológico, uno de los más jóvenes junto con su colega Hans Küng, en el Concilio
Vaticano II, donde va a encontrarse con los grandes teólogos del momento: Danielou, Congar, Henri de Lubac, Rahner…
A lo largo de la obra aparecen las relaciones de Ratzinger con otros colegas, en unos casos de sintonía, como con Urs von Balthasar, por quien consideración casi veneración y a quien considera uno de los teólogos más influyentes en su teología. En otros el distanciamiento es manifiesto tanto por el biografiado como por el biógrafo. Por ejemplo, con Hans Küng, Johann Baptist Metz y Karl Rahner. El juicio del biógrafo
sobre la persona y la obra de Küng, que es un trasunto de la opinión de Ratzinger, es descalificatorio y, a mi juicio, injusto. Ni una sola de las valoraciones hace justicia a las grandes aportaciones teológicas de Küng, reconocidas mundialmente tanto dentro como fuera del cristianismo, incluidos sus adversarios teológicos.
Destaca el pesimismo de Ratzinger y la correspondiente valoración negativa en torno a los 20 años siguientes al Concilio Vaticano, responsabilizando del deterioro eclesial, a nivel interior, a “fuerzas agresivas, polémicas, centrífugas, quizá incluso irresponsables” y, en el exterior, “al choque con un giro cultural”. Fue, quizá, su actitud
crítica hacia el posconcilio, la que condujo a Juan Pablo II a colocarlo al frente de la todo poderosa Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe para llevar a cabo la “restauración eclesial” y la lucha contra la teología de la liberación.
El teólogo Ratzinger, que había criticado la actitud ordenancista, autoritaria y doctrinalmente rígida del Santo Oficio del cardenal Ottaviani, contrario al Vaticano II, aceptaba el cargo de
“gran inquisidor” como su sucesor veinte años después. Más aún, rindió homenaje a Ottaviani en 1990, con motivo del centenario de su nacimiento.
Siendo dos personalidades tan distintas Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger, como reconoce Seewald, “formaron un equipo compenetrado, capaz de mantener a flote un barco incluso en medio de la tormenta” (p. 656).
Tras el fallecimiento del papa Wojtila la sucesión estaba cantada: el cardenal Ratzinger era el candidato más adecuado para culminar la involución eclesial. Gobernó con el nombre de Benedicto XVI durante
8 años sin apartase del guión del pontificado anterior, que él mismo había escrito.
Dimitió vencido, afirma el biógrafo, por el escándalo de los abusos sexuales de religiosos, sacerdotes, obispos y cardenales, y por las traiciones internas. Y yo añadiría: por el agotamiento del modelo restauracionista, que exigía un cambio de paradigma y que llegó con el papa Francisco.
Seewald presenta a Benedicto XVI como “el papa del final de lo antiguo y el comienzo de lo nuevo” y lo califica, certeramente, como el papa de un cambio de era.
La pregunta es si facilitó dicho cambio o lo entorpeció. Yo me inclino por lo segundo: cada uno de sus pasos desde su abandono de la revista Concilium y la retirada de la Cátedra de Tubinga hasta su acceso al papado, pasando por el cuarto de siglo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se orientaron hacia una restauración del
cristianismo preconciliar, él que había participado en el Concilio Vaticano II del lado de la corriente reformista.
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