(Publicado en Respira tu ser. Meditaciones. Espiritualidad para la vida, Ediciones Feadulta.com, Illescas, Toledo 2021, pp. 81-82)
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El término empatía nació en el siglo XX para expresar la capacidad de comprender los sentimientos del otro como desde su propio interior. Se deriva del griego empatheia, aunque este término significa propiamente pasión, enfermedad (en: dentro; pathos: sentimiento, sufrimiento). El término griego para designar la empatía era sympatheia (“padecer con” el otro), que se tradujo al latín como compassio.
Quedémonos con esto: empatía, como simpatía y compasión (despojada ésta de toda connotación paternalista) evocan la capacidad de comprender y hacer propio el “sentimiento” o “pasión” (pathos) del otro (en-, sym-, com-), de modo que sus sentimientos en general (incluido el gozo profundo), y sus sufrimientos en particular, no me son ajenos, sino que puedo entenderlos desde mi propio interior, es más, desde su propio interior.
Si soy capaz de adentrarme en el fondo de mí mismo, soy capaz de adentrarme en el fondo del otro, de empatizar, simpatizar, compadecer. Y, a la vez, no podré ser yo mismo, mi verdadero ser profundo, liberado de mis máscaras, proyecciones ilusorias e intereses egoístas, sino en la medida en que ejercite cada día mi projimidad, poniéndome en el lugar del otro, preguntándome: ¿Qué le duele? ¿Qué bálsamo necesita para curar su herida? Soy en cuanto me hago prójimo.
Todas las tradiciones espirituales, religiosas o laicas, han enseñado esta empatía profunda como “Regla de oro” de nuestra realización personal y de nuestra manera de mirar y tratar a los demás. En la tradición judía, son célebres dos rabinos de escuelas opuestas, contemporáneos de Jesús: Shammai y Hillel, riguroso el primero y liberal el segundo. Cuenta el Talmud que un pagano se presentó a Shammai y le dijo: “Me convertiré si eres capaz de enseñarme toda la Torá mientras pueda sostenerme sobre un solo pie. Shammai lo expulsó airado. El pagano se presentó a Hillel con la misma propuesta y Hillel le respondió: “No hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan a ti. Esto es toda la Torá, lo demás solo es comentario”. El pagano se convirtió.
Hubiera podido convertirse igualmente al hinduismo, al budismo, al confucianismo, al taoísmo, al zoroastrismo o al Islam, o a las enseñanzas de Pitágoras y Aristóteles y de tantos otros que enseñaron lo mismo. También, por supuesto, al camino de Jesús, que lo expresó en forma afirmativa: “Tratad a los demás como queráis que ellos os traten a vosotros, porque en esto consiste la Ley y los Profetas” (Mt 7,12).
Si alguien te ha hecho mucho daño, es normal que tu yo se aíre y reclame venganza o al menos derecho al rencor. Pero la venganza y el rencor no sanarán tu herida. Toma tu tiempo, pero entra más adentro en ti, entra más adentro en quien te ha hecho daño, y te encontrarás con una persona herida por alguien o por algo. Nadie hace daño por maldad, sino por sufrir carencias, errores o daños. Y mira sosegadamente en su fondo, y procura dar pasos hasta ponerte en su lugar y preguntarte: “¿Qué necesitaría yo si fuese él, ella, si estuviese en su lugar?”.
Tal vez vaya transformándose tu mirada y tu actitud ante él, ella, hasta no hacerle daño, o hasta no desearle ningún castigo, o hasta confiar en él y desearle el bien o incluso hacerle el bien. Entonces lo habrás perdonado, aunque nunca lo puedas olvidar ni ser su amigo. Cuando perdones, se habrá curado tu herida, y habrás ayudado a que se cure también la del que te hirió.
Serás como el buen samaritano. Realizarás tu ser “divino”, compasivo, para tu sanación y la salvación de todos los heridos.
Jose Arregi
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