Redes Cristianas
A medida que pasan los años cada vez más necesitamos recogernos, replegarnos sobre nosotros mismos, refugiarnos en la vida interior. Pero no es preciso esperar a la vejez. La vida interior, si se tienen resueltas las necesidades básicas, es un recurso al alcance de cualquiera que nos sitúa en la verticalidad de la vida biológica, plenamente conscientes de los sesenta segundos de que se compone el minuto, pero en otra dimensión. La vida interior, ese espacio de la mente y del espíritu que nadie más que uno mismo ocupa.
Pero no es la de los complejos que luchan entre sí en el pensamiento, la de la confusión, la de la tortura mental que ha de recurrir al ansiolítico o al narcótico. La vida interior es grata.
No precisa de tutelas, ni de asistencia médica, ni de libros y manuales de autoayuda, ni de técnicas de relajación. La vida interior es ésa conectada con la consciencia de quien empieza por aceptarse a sí mismo y luego acepta la realidad y especialmente la realidad social que le ha tocado vivir, pero a condición de mantenerse a distancia y de no caer en la tentación de dedicarse a curiosearla y menos de implicarse en ella, tan agresiva, enfermiza y enervante es. La vida interior es ésa que nos permite presumir del “nunca estoy menos solo que cuando estoy solo” que decía Cicerón.
Esa clase de vida que se nutre de la emoción estética, de la belleza, de la lectura de un buen libro, de la imaginación controlada, de los programas televisivos o radiofónicos de esparcimiento sano aunque cada vez cuesta más encontrarlos, de la música armónica sin la que la vida biológica carecería de sentido, al decir de Nietzsche, del pensamiento de otros que activa positivamente el nuestro, de la contemplación y, si no nos lastra una batería de prejuicios, hasta de la ensoñación. La vida interior, en fin, es ese alvéolo o cavidad del espíritu de cada cual, que no sé si se sabe ya qué es en España, un país que vive práctica y casi exclusivamente hacia fuera y la desdeña…
Pues bien, la vida interior es imprescindible al menos para quienes acusamos demasiado el impacto que nos producen noticias aisladas que nos llegan al alma sin buscarlas, como ésta: “Un millón y medio de familias dependen de las colas del hambre para poder comer“. Es decir, unos 4 millones de personas viven así. Lo que nos reaviva el dramatismo que hay en el hecho de que, sin ir más lejos, en España hay tanta miseria escondida bajo la alfombra como desahogo y opulencia exhibida obscenamente. Pero si no es eso, que por sí mismo lacera la conciencia moral, es la insensatez, la ridiculez, la provocación, la agresividad, las maniobras, los engaños, las trampas que se adivinan en los hechos que se notician o en la manipulación que se entrevé en el relato de la propia noticia.
Ya sabemos que siempre fue más o menos así desde que se inventó la imprenta y la gaceta. Pero en todo y siempre hay grados, niveles y circunstancias que pueden relativizar la impresión que nos causan o agravarlas. Y en los inciertos y turbios tiempos que vivimos, de lo que nos llega desde fuera, aunque no queramos, nada hay que se libre de un grado de desvergüenza, de confusión, de hostilidad y del todo vale, que son propios de periodos de preguerra o precursores de cataclismos naturales y sociales, y no señales de que vamos por un camino que conduce a la paz universal. Pero, en el fondo, tampoco esto es novedoso. Desde siempre, unos pocos hacen la historia, alguno la escribe y el resto la padece…
Por eso, si no queremos sucumbir antes de que nos lleve por delante una enfermedad física u orgánica, si no deseamos des-vivirnos y que sean otros los que vivan por nosotros parasitando nuestras energías, refugiémonos en la vida interior. Claro que la edad influye mucho, pero no es, estoy seguro, solo la edad exactamente lo que nos empuja a buscar la mente en calma. La necesidad de apartarse, de alejarse de la consternación, de la tristeza, del desasosiego, de la náusea, de la ansiedad, de la depresión… que fluyen desde el exterior sin buscarlo ni apenas poder evitarlo, sólo pueden sortearse de tres maneras: engañándonos por el aturdimiento, mediante una severa medicación, que a la larga o a la corta nos destruirá, o lo que prefieren los espíritus que no han perdido el norte: la enriquecedora vida interior.
Desde que Erasmo de Rotterdam escribió “Elogio de la estulticia” y el Nietzsche que asegura que el ser humano no desea realmente “la verdad”, no podemos ignorar que la humanidad se engaña de costumbre para no ver la realidad, tan descarnada es. Bien, quien prefiera eso está en las bases de su derecho natural. Pero los espíritus con cierta altura de miras lo rechazan. Y luego la dosis es lo que importa. Porque vivir prioritariamente sumidos en la vida interior no significa desconocer absolutamente lo que pasa fuera de ella. Y la predisposición al intimismo depende del carácter, pero también de la voluntad. Aceptado esto, la repulsión, el espanto, el miedo o el estremecimiento, momentáneos, pueden ser un potente estímulo para buscar el sosiego en la vida interior.
Porque ahora el feísmo, la truculencia y el cuanto peor mejor se han adueñado de la vida colectiva. Y si en las dictaduras la información se hurta a las masas, en el llamado mundo libre se incurre en el exceso contrario. Y más en unos países que en otros. Y España, también en esto, destaca. Sin comedimiento, ni apenas control, los medios, sin descanso y sin pausa, arrojan la información a la cara del pueblo, hasta paralizar a gran parte de la ciudadanía por el miedo al miedo, a la miseria, a la pobreza o a la desesperación…
Ser conscientes de que “la noticia”, la información, el relato de todo cuanto se divulga es, indefectiblemente, una agresión para el espíritu, siempre presentes entre sus pliegues la injusticia, el abuso, la prepotencia, la amenaza la torpeza o la estupidez… Percatarnos de que las guerras, el crimen, el hambre, las catástrofes, la desgracia, lo que ordinariamente llamamos el Mal o la maldad… están desde siempre uncidos, como los bueyes a la yunta, a la vida social humana.. Distinguir que la única diferencia entre este tiempo y el pasado es que “antes” apenas emergía, pero en éste “la noticia” se filtra por las paredes más resistentes calculadas para aislarnos psicológicamente, porque las redes sociales hipertrofian “la noticia”, nos puede ayudar mucho a evitarla. Esa “noticia” que nos impacta, aunque no queramos saberla, en cuanto simplemente crucemos un saludo cortés con el vecino.
Todo eso áspero e inquietante que se cuenta se palpa o se respira. Es tal la opresión que se siente al mirar, aun de reojo, hacia fuera que la necesidad de permanecer en la ignorancia se convierte en un mandato. En otros tiempos, junto a las ventanillas de algunos trenes se veía este aviso: “es peligroso asomarse al exterior”. Pues bien, eso, no asomarnos al exterior del mundo más allá de nuestra estricta cercanía, es lo que hemos de recordarnos para no sucumbir a los venenosos componentes de “la realidad” y de “la noticia”.
Sólo se pueden tolerar una y otra, dando un vistazo al exterior, de vez en cuando y a hurtadillas, para no aislarnos por completo y evitar la esquizofrenia. Pero la sofocante atmósfera psicológica sigue ahí.
Por todo ello, quien podemos permitírnoslo porque nos acompaña la suerte de no tener que consumir todas nuestras energías en sobrevivir, como por desgracia les ocurre a tantos seres humanos, tenemos también el privilegio de poder refugiarnos en la vida interior. Creo, en fin, que sólo viviendo a menudo en ella podemos evitar la angustia vital sin medicamentos.
Sólo desde ella podemos neutralizarlos, incluso burlarnos, de los efectos de la “nueva normalidad”. Y la “nueva normalidad” no es otra cosa que el impacto entre paralizante y adictivo, del miedo, del estremecimiento y del apocamiento que los poderes públicos (y aún más quienes trabajan contra ellos pero para ocupar su lugar), la medicina dominante y los medios como vector, como las ratas lo son del bacilo de la peste bubónica, y lo mismo que un alto horno que nunca se apaga, transmiten o inoculan a las masas…
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